Se le considera uno de los mejores pintores del arte moderno francés, un referente del movimiento postimpresionista, y eso que buena parte de su fama (y de sus ingresos económicos) los consiguió como cartelista de locales nocturnos parisinos, cuya vida a finales del siglo XIX quiso reflejar en sus obras.

Nacido en el seno de una familia noble, llegó al mundo en el castillo de Albi el 24 de noviembre de 1864 con el nombre de Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Montfa y su pasión por el dibujo le llegó desde niño, cuando en sus cuadernos escolares trazaba bocetos de caballos, de sus familiares y de los paisajes que veía en torno al castillo familiar. Su talento no pasó desapercibido y un pintor amigo de su padre, René Princeteau, lo ayudó con algunas clases particulares.

Sus problemas óseos y un accidente a caballo que imposibilitaron que pudiera crecer más de metro y medio, con un cuerpo de apariencia desproporcionada, no le impidieron llevar una vida social normal.

Toulouse-Lautrec, en una fotografía. Paul Sescau

La separación de sus padres en 1881, cuando él todavía era menor de edad, tuvo mucha importancia en su futuro, porque su madre se lo llevó consigo a París. Allí constató que no le gustaba la enseñanza oficial y asistió a varios talleres con pintores de la época, como León Bonnat, un retratista de moda, y Fernand Cormon, en cuyo estudio conoció y entabló una buena amistad con Vincent van Gogh, a quien incluso retrató.

Era una época en la que en el ambiente parisino se buscaba la superación de un impresionismo que a él no le interesó demasiado; es más, lo despreciaba. Nunca mostró predilección por el género del paisaje, y aseguraba que lo que verdaderamente importaba eran las personas. Así que siempre prefirió ambientes cerrados e iluminados por luz artificial, que le permitían jugar con los encuadres y los colores, con trazos rápidos y expresivos.

Poco interesado en los paisajes impresionistas, prefería centrarse en las personas y en los espacios cerrados.

Montmartre y los cabarets

Más aún cuando en 1884 se mudó a vivir al barrio de Montmartre, donde su minusvalía pasaba mucho más desapercibida y donde se aficionó a retratar (y a frecuentar) los cabarets, los prostíbulos, los teatros y las fiestas de todo tipo. La bohemia y sórdida noche parisina de aquel barrio daba para mucho, pero Toulouse-Lautrec tampoco descuidaba su trabajo. En Montmartre conoció a Edgar Degas, que le influyó tanto en estilo como en su gusto por los interiores, las bailarinas, en su caso las de cancán, y los personajes de circo, que se convirtieron en protagonistas habituales de sus obras.

También lo fueron las prostitutas (fue conocido también como “el pintor de las prostitutas”), a las que pintaba en su vida cotidiana; y los burgueses y poderosos, a los que gustaba ridiculizar por su hipocresía de rechazar en público los vicios y ambientes que frecuentaban en privado.

La obra terminada ‘Baile en el Moulin Rouge’ (1890).

La obra terminada ‘Baile en el Moulin Rouge’ (1890).

En 1886 abandonó el estudio de Cormon y abrió el suyo propio. Aunque fue más un dibujante e ilustrador que un pintor al óleo, sí llegó a vender obras y ser reconocido en vida, no como le sucedió a su amigo Van Gogh. Su estilo, cercano a la fotografía, era muy reconocible. Buscaba captar el movimiento en sus personajes y en sus escenas, mostrar espontaneidad, con una forma de pintar muy rápida e influida también por las estampas japonesas ukiyo-e. De esos grabados japoneses adquirió las líneas compositivas diagonales o sinuosas, el corte repentino de las figuras por los bordes y la liberación del color de toda función descriptiva. Algunos de esos rasgos se aprecian en ‘La caballeriza del circo Fernando’ (1888), una de las obras en las que se aprecia ya un estilo propio.

Aunque vendió obras en vida, su modo principal de subsistencia fueron los carteles para espectáculos.

Cronista de la Belle Époque

Se convirtió y se llamó a sí mismo cronista social de aquel ambiente parisino y en su madurez retrató a personajes emblemáticos de la Belle Époque, muchos de ellos bailarines, como su amiga Jane Avril, la americana Loïe Fuller y Valentín el Descoyuntado, además de payasos y demás inquilinos de los suburbios. Unas obras, como ‘Baile en el Moulin Rouge (1890)’, que detrás de esa luz artificial y la supuesta alegría de los espectáculos y del bullicio nocturno mostraban la tristeza oculta que había en aquellos locales. También se interesó por el lesbianismo.

Dibujos y carteles

Eso sí, los mayores ingresos los obtuvo de los dibujos y carteles. Tanto tiempo pasaba en los cabarets y en otros locales de ocio nocturno que pintaba todo lo que sucedía en el interior con un gusto y un estilo propios que llevó a los dueños de los cabarets a pedirle que pintara carteles para promocionar los espectáculos que ofrecían. Unos carteles con un estilo muy propio, con figuras estilizadas, formas acentuadas y unas tonalidades que influyeron en sus sucesores.

El éxito que logró con esta disciplina lo llevó también a colaborar con el semanario Le Rire e incluso a ilustrar el programa de mano del estreno teatral de ‘Salomé’, obra de Oscar Wilde, a quien conoció y retrató en un viaje a Londres que realizó en la última década del siglo XIX.

Uno de los carteles, de 1891, con los que se ganaba la vida.

Uno de los carteles, de 1891, con los que se ganaba la vida.

Unos años en los que sus serios problemas con el alcohol ya comenzaban a hacer mella en su vida, que se complicó aún más con una sífilis que contrajo y que le originaba accesos de locura además de parálisis en partes de su cuerpo. Tras varios incidentes derivados de sus borracheras y de algún delirium tremens, fue internado en un sanatorio, donde profundizó en el estudio de la luz artificial coloreada y en su estilo expresionista. Incluso realizó una colección de 39 pinturas sobre el circo, ya con tintes más sombríos, quizá reflejo de unos problemas de salud que le llevaron a la muerte con sólo 36 años.

Dos décadas después de su fallecimiento, en 1922, su madre, Adèle Tapie de Celeyran, y su marchante decidieron abrir el Museo Toulouse-Lautrec en el Palacio de la Berbie de su Albi natal, que alberga una amplia colección y que sigue recibiendo a muchísimos visitantes.

Consanguinidad hereditaria, alcoholismo, sífilis y locura

El cuerpo, la salud y los problemas con el alcohol no permitieron que el talento artístico de Henri Toulouse-Lautrec se prolongara más allá de 36 años, que es la edad a la que falleció. Tuvo que afrontar una vida con tan sólo 1,52 metros de altura, lo que le llevó a ser conocido como “el pintor enano”. Además de sufrir una enfermedad que afectaba al desarrollo normal de los huesos, y que comenzó a manifestarse cuando tenía 10 años, una caída de caballo cuatro años después, en la que se fracturó el fémur de ambas piernas, le condenó a esa pequeña estatura, ya que las fracturas no soldaron bien. Unos problemas óseos probablemente debidos a la consanguinidad hereditaria de sus padres, que eran primos. Desde entonces ya no creció más, quedándose con un cuerpo que parecía deforme al contar con una cabeza de gran tamaño, un tronco normal y unas piernas muy cortas.


Eso no le impidió vivir una infancia (pese a la muerte de su hermano pequeño con un año de vida, cuando él tenía cinco) y adolescencia felices, pero sí que condicionó en parte su vida adulta, al causar su minusvalía rechazo en los locales de París donde se movían las élites, lo que lo llevó a mudarse a Montmartre, donde pasaba desapercibido en un barrio de ambiente más bohemio, sórdido y marginal. Pero allí se encontró con otro problema: el alcoholismo, en el que tuvo que ver Marie Valadon, una modelo con la que mantuvo una relación muy tormentosa y que era una gran bebedora de absenta, adicción que contagió a Toulouse-Lautrec. 


Con apenas 33 años su salud ya no lo respetaba debido al ingente consumo de absenta, y por si fuera poco a ello se añadió una sífilis que contrajo en 1897 le llevó a vivir accesos graves de locura, con neurosis, manías y depresiones además de parálisis en las piernas y en un lado del cuerpo. Siguió bebiendo y ese mismo año tuvo que ser recogido de la calle debido a una borrachera, situación que se repitió dos años después. Y entre ambos episodios, otro también preocupante, cuando disparó contra las paredes de su casa convencido de que estaban llenas de arañas debido a un ‘delirium tremens’.


Su familia intentó que dejara la bebida y contrató a un cuidador, pero Toulouse-Lautrec ignoraba sus indicaciones e incluso llegó a esconder aguardiente en el bastón con el que paseaba. Acabó ingresado sus últimos años en un sanatorio hasta que sufrió una hemorragia y un derrame cerebral que paralizó parte de su cuerpo y su madre decidió llevárselo con él al castillo en el que vivía para cuidarlo en sus últimos días. Junto a ella, agarrado a su mano, murió el 9 de septiembre de 1901.