Uno de los episodios menos conocidos de la vida del bardo vasco José María Iparraguirre, de quien este año se celebra el segundo centenario de su nacimiento, es el de su estancia en América, a donde marchó en la creencia de que haría fortuna. En realidad, siguió con su despilfarro habitual y con aventuras amorosas, que dieron frutos. Hoy es frecuente encontrar el apellido Iparraguirre en distintas ciudades argentinas y uruguayas. Todo hace creer que son descendientes del autor del ‘Gernikako Arbola’.
No descubro nada nuevo al decir que José María Iparraguirre, al margen de sus dotes musicales, a través de las que transmitía su amor a la tierra que le vio nacer, era un cabeza loca que vivía totalmente al día. Se dejaba escuchar, sobre todo en sidrerías y en establecimientos de buen comer y beber, por eso de que su música ?y él lo sabía muy bien? enardecía a quienes la escuchaban, y en medio de la euforia siempre sacaba provecho de la situación. José María, además, caía muy bien a las mujeres. Tenía espíritu de líder y como tal era muy considerado en pequeños pueblos donde nunca sucedía nada. La presencia de Iparraguirre nunca pasaba desapercibida y generalmente las neskas se fijaban en su gallardía y buen porte.
Fruto de uno de aquellos amores de aquí te pillo, aquí te mato fue el hijo que tuvo con una francesa al que por lo menos le dio el apellido. Hubo otros lances, aunque sin el mismo resultado, como el idilio que mantuvo con la bertsolari tolosarra Manuela Zubiaurre, que llenó su corazón durante bastante tiempo. La relación dio como fruto la canción Zugana Manuela: “Cuando pensé en ti, Manuela / creo que me tentó el diablo. / Con sólo verte quedé enamorado de ti./ Ojalá no hubieras aparecido/ jamás delante de mí”.
En Madrid alternaba con los estudiantes vascos en bares y restaurantes del distrito de Sol. En uno de ellos, el Café de San Luis, en la parte alta de la calle Montera, cantó por primera vez el Gernicaco Arbola, según su grafía original. Nada queda de aquel local, hoy convertido en moderna tienda de ropa y complementos. Tan solo una placa en la fachada del edificio que recuerda el momento histórico.
Fue una noche de 1853 cuando Iparraguirre subió al pequeño estrado del establecimiento desde donde el durangués Juan María Blas Altuna amenizaba la velada tocando el piano. El himno vasco consiguió enardecer a los allí presentes. ¿Quién de los dos creó la canción? Se sabe que para entonces el pianista ya tenía fama de buen compositor. Juan Eustaquio Delmas, de la Academia de la Historia, señala en su Biografía Universal de Claros Varones de Vizcaya que “sus zortzikos (se refiere a Altuna) eran tan bellos, tiernos y característicos que se los arrancaban de las manos y andan todavía dispersos y atribuidos a autores diferentes, del mismo modo como anduvo el popularísimo himno Gernicaco Arbola, que compuso en 1853, engañosamente atribuido a Iparraguirre porque lo cantó éste y divulgó en sus correrías por Europa y América, sin que jamás declarase el nombre de su autor”.
Delmas, cuya rigurosidad nunca se ha puesto en entredicho, estaba seguro de la paternidad de la canción, y aseguraba tener pruebas irrefutables. El propio Altuna se lo cantó y le regaló el original manuscrito, que se perdió en el incendio que sufrió su casa de Campo de Volantín en 1874. Sin embargo, el ilustre musicólogo vasco José Antonio Arana Martija mantenía que la música de la inmortal canción está entroncada directamente con la Dantzari Dantza de la zona de Garai.
En el jardín del amor
Iparraguirre conoció a Ángela Querejeta cuando ella tenía 16 años y servía en una fonda de Tolosa en la que el bardo se alojó al volver de un viaje por Inglaterra y Francia. La muchacha, prendada de su masculinidad y su don de gentes, cayó rendida a sus pies en cuanto éste le dedicó unos versos en euskera, único idioma que conocía.
La ocasión se le presentó cuando el bardo llegó a San Sebastián y le pidió que le acompañara en las fiestas de agosto. Ella no lo dudó un instante. Fue andando hasta la capital y allí se alojó en la casa de una prima de su prometido. Cuando una noche él le dijo que quería emigrar a América, como tantos otros vascos, y le propuso que le acompañara, aquella aldeanita tomó la determinación más valiente de su vida. “Te acompañaré al fin del mundo”, le contestó, consciente de que aceptaba a un hombre que no daba el menor valor al dinero y que lo que ganaba hoy no llegaba a mañana. José María se emocionó ante la declaración de amor de aquella chiquilla. En sus 36 años no había conocido una mujer igual.
El primer problema conjunto surgió de inmediato: Iparraguirre, una vez más, se había quedado sin dinero. Para pagar los pasajes desde Baiona tuvo que dar unos conciertos en Gipuzkoa, pero como aún así no le llegaba recurrió a Ángela, que le ofreció todos sus ahorros.
El 29 de agosto de 1858 la pareja embarcó rumbo a Buenos Aires en el bergantín Angelita. La muchacha rió con la coincidencia de nombres y él, haciendo gala de su tradicional elocuencia, le aseguró que aquello era síntoma de buena suerte. El trayecto fue bueno hasta que el buque llegó a la costa de Brasil, donde casi naufragó a causa de un fuerte temporal. Para animar la travesía y conseguir unas monedas, José María entonó diversas canciones de su repertorio que acabaron coreadas por la tripulación: Gitarra zartxo bat, Ume eder bat y, lógicamente, Gernicaco arbola.
Ya en Buenos Aires, la pareja se dirigió a una fonda de la calle Moreno propiedad de Francisco Mendía, a quien José María conocía por haber militado juntos en la guerra carlista. Patxiku, como todos le llamaban, había sido capitán del batallón de Iparraguirre. El encuentro entre ambos fue fraternal. Durante horas y más horas hablaron de Zumalacárregui, de las batallas en las que ambos habían participado, de los compañeros vivos y muertos? Ángela asistía a las conversaciones extasiada con los relatos.
La colonia vasca en Buenos Aires ya era notable. Cerca de donde se encontraban estaba la plaza Eúskara, en la intersección de las calles Rioja e Independencia, un lugar de diversiones abierto también a combates de boxeo. Uno de ellos, el disputado entre Miguel Ferrara Firpito y Graciano Salaverri, fue muy comentado por la rapidez de ejecución: el primero durmió al vasco de un derechazo a los quince segundos del comienzo.
Cuando ya quedaba poca tela que cortar, José María tomó la mano de Ángela y le dijo a Patxiku: “Esta chica es mi novia y me voy a casar con ella”. El dueño de la fonda le contestó, también en euskera: “Mi mujer y yo podríamos ser los padrinos”. Todo quedó dispuesto para el acontecimiento. Se eligió la iglesia más antigua de Buenos Aires, la de San Ignacio, “oratorio de argentinos ilustres que en el anexo Colegio de San Carlos aprendieron Ciencia, Libertad y Religión, cuna de la Universidad de Buenos Aires y de la Sociedad de beneficencia”, según reza una placa que aún puede verse al pie de una de las torres. Los novios decidieron unir sus vidas ante la efigie de un vasco universal, pero también había otro motivo.
Frente al citado templo se encontraba el Café de Marcos, uno de los establecimientos más frecuentados por revolucionarios seguidores de las doctrinas de Bernardo de Monteagudo. Acabó siendo refugio de inmigrantes y de gentes que no se cansaban de lanzar puyazos contra el Gobierno. Por esta razón, el bar en cuestión ?era algo más que un boliche? fue clausurado en 1809 y su propietario acabó arrestado. A pesar de las medidas gubernativas que pesaron sobre él, el Café de Marcos subsistió y así lo encontró Iparraguirre cuando pidió trabajo en él como cantante.
José María Iparraguirre y Ángela Querejeta Aizpurúa se casaron el 26 de febrero de 1859 con la bendición del presbítero Francisco Javier Lardizábal. Las campanas de las dos altas torres repicaron anunciando la buena nueva a aquella zona del viejo Buenos Aires. Fue una ceremonia sencilla que al cantante le costó tres pesos.
Pastor en Uruguay
Cuando el nuevo matrimonio descubrió que otra vez carecía de dinero, decidió marchar a casa de un tío de José María, maestro de escuela, que vivía en la calle Belgrano, entre Ajopardo y Paseo Colón. No existe rastro de esta casa, ya que la zona sufrió una profunda transformación cuando se hizo el puerto bonaerense hacia 1920. Sí se sabe que en la época de Iparraguirre el Río de la Plata llegaba hasta allí.
José María, siempre en pos de la aventura, tomó la guitarra y dejando a su esposa en la capital argentina, marchó a Nueva Palmira, en Uruguay, para atender un negocio de ganado que le había prometido un primo suyo. La sorpresa fue grande cuando al llegar se dio cuenta de que todo era una patraña. Vagabundeó hasta llegar a Mercedes, población donde consiguió un trabajo como pastor de ovejas.
Tres vascos, Zubeldia, Durañona y Arizabalo, le propusieron comprar mil ovejas pagándolas poco a poco con las crías que iban a nacer. El negocio no se llevó a cabo y José María aceptó una propuesta como pastor por una miseria de dinero. Fue un desastre, como también la etapa de Uruguay, a donde fue con su esposa para pastorear en un remoto paraje despoblado y vivir en una chabola de barro y cañas. En la miseria, Iparraguirre cantaba zortzikos a las ovejas. Tres años duró aquella vida, en la que lo único positivo que consiguieron fue su primer hijo, Benigno.
El carácter de José María fue el causante de la situación perpetua de miseria familiar. No tenía formalidad laboral alguna. Lo suyo era la farra continua y la pareja se fue cargando de hijos, ocho en total: Benigno se casó en Bragado (Argentina), Francisca se puso a servir en Tacuarambó (Uruguay), Ángela que murió al poco de casarse, Lucía se desposó a Tierra de Fuego, Felisa sirvió en Chascomus (Buenos Aires), Dominga atendió una fonda en Mercedes (Uruguay), y Juan, herrero en Jujuy.
Cuando Iparraguirre se enteró de la abolición de los Fueros tomó la determinación de regresar a Europa para luchar por ellos. Dio un concierto en un teatro para recaudar fondos y el centro Laurak-Bat de Buenos Aires hizo una colecta hasta reunir los dos mil pesos que costó su pasaje, porque a Ángela la dejó en América con sus ocho hijos, el mayor de 15 años. Posteriormente se cruzaron dos o tres cartas y después nada más.
Ya en su tierra, Iparraguirre siguió en la bohemia, manteniéndose de los favores de quienes le admiraban porque era un abanderado de la libertad y los fueros. Acabó dando sablazos hasta el 6 de abril de 1881, en que murió a causa de una pulmonía.
EL ‘CAFÉ DEL GERNICACO ARBOLA’
Iparraguirre, su mujer y el primer hijo de ambos fueron socorridos en Montevideo por Martín Díaz, un navarro entusiasta del bardo de Urretxu. Le montó el Café del Gernicaco Arbola, cuyo interior estaba decorado con temas alegóricos. Los clientes pagaban la primera ronda, pero el resto corría a cargo de la casa. Ángela se desesperaba. Tuvieron que cerrar el negocio.
DOS CANCIONES PARA BILBAO DESAPARECIDAS
En 1878, tres años antes de su muerte, Iparraguirre compuso dos canciones para Bilbao, Paz y caridad y Pobres pescadores. El Ayuntamiento, agradecido, le entregó ciento veinticinco pesetas que se sumaron a la pensión mensual que el último año de su vida le dieron las diputaciones vascas, lo que le permitió acabar su ciclo vital en la Venta de Zozabarro-txiki, en Itxaso. Se ignora el paradero de dichas partituras.