El incidente de insultos racistas al futbolista del Real Madrid Vinicius está proyectando a su máxima dimensión mediática un problema que ni se limita a las expresiones xenófobas ni al ámbito competitivo del deporte profesional. La agresión verbal a este deportista, protagonizada por un sector de la afición rival en partido oficial, no es la primera ni en su expresión racista ni en su naturaleza intolerante. Otros deportistas antes que él han sido objeto de agresividad, intolerancia e insultos equivalentes por parte de sectores que entienden que la afición a sus colores justifica sobrepasar los límites del respeto y el civismo. Cuando se decantan hacia actitudes que rozan o directamente constituyen delito surgen las alertas. El racismo y la xenofobia no brotan espontáneamente. Son fruto de la utilización de los temores individuales y las inseguridades colectivas, agitadas con intencionalidad. En el deporte, ni es la única forma de expresión de intolerancia ni la pauta central del exceso. Todos los clubes y disciplinas tienen deportistas de diferentes etnias y eso no les convierte en blanco de los ataques de sus extremistas. Es la pérdida del sentido del deporte y la decantación por actitudes antisociales impropias de los principios de igualdad, libertad y convivencia respetuosa de una democracia lo que propicia actitudes inaceptables. Pero estas se expresan igualmente en la alta competición como en un humilde evento deportivo infantil, que tiene ejemplos graves en el pasado de violencia y comportamientos incívicos. El fútbol, quienes lo dirigen y participan de sus decisiones, tienen la obligación de liberarle de esa tendencia que deteriora la relación sana con su origen: no una competición sostenida por un gran negocio, no una pugna o reivindicación propia sino un deporte. Las actitudes racistas, homófobas, machistas en el deporte no tienen su origen en esta actividad sino en la cultura del rechazo y la falta de contundencia de las sociedades frente a excesos que amenazan su propia estabilidad. Un estadio no puede ser sistemáticamente el foro del insulto, como tampoco de la provocación dentro y fuera del terreno de juego. Estas actitudes deben ser denunciadas y castigadas con contundencia y no quedarse en la anécdota de un debate público en el que la adhesión o rechazo que suscita el personaje se imponga a los principios.