as efemérides ayudan a menudo al necesario esfuerzo de recuerdo y de memoria, más aún si se refieren a hechos que han conmocionado de una u otra manera a la sociedad y forman parte de su historia. Estos días se conmemoran los aniversarios de varios de esos acontecimientos, muy distintos, muy dolorosos y que han tenido diferentes repercusiones y reconocimientos. El pasado viernes, 20 de noviembre -fecha en la que, por cierto, también se cumplían 45 años del fallecimiento del dictador Francisco Franco- se recordaban los asesinatos de los dirigentes y cargos de HB Santiago Brouard (hace 36 años) y Josu Muguruza (31 años), dos crímenes perpetrados por grupos de ultraderecha con conexiones directas con los aparatos y cloacas del Estado español. Asimismo, el próximo día 26 se cumplirán 35 años de la desaparición de Mikel Zabalza tras su detención por parte de la Guardia Civil y su traslado al cuartel de Intxaurrondo y cuyo cuerpo sin vida apareció días después en el río Bidasoa, un caso envuelto en una cadena de mentiras disfrazadas de versiones oficiales -contradictorias, incluso- en busca de una impunidad que a día de hoy continúa desgraciadamente vigente pero que no han podido eliminar las evidencias de que el joven pudo sufrir terribles torturas que le provocaron la muerte. Por su parte, ayer se cumplieron 20 años del asesinato por parte de ETA del político socialista catalán -y amigo de los vascos- Ernest Lluch, un crimen abyecto e incomprensible incluso para gran parte de la izquerda abertzale ya entonces. Curiosamente, los asesinatos de Brouard, Muguruza y Lluch fueron perpetrados contra personas que de una u otra manera defendían el diálogo. No se trata, en ningún caso, de mezclar casos y, en consecuencia, violencias y víctimas de naturaleza y características muy distintas, actitud que podría llevar a diluir responsabilidades y a banalizar el terror y las motivaciones de los perpetradores. Es, por tanto, necesario y cada vez más urgente el reconocimiento real de todas las víctimas, la averiguación de la verdad sobre lo que les sucedió y quiénes fueron sus asesinos y sus causas, el afloramiento de la justicia y el fin de la impunidad, y la admisión del dolor causado. Solo así, con todas las memorias, cada una en su ámbito, puede consolidarse con garantías de no repetición una convivencia sana y democrática y la deslegitimación de la violencia.
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