Cada vez me parece que los palabros izquierdas, derechas, capitalismos y socialismos a menudo atienden más a etiquetas simplistas sin mucho fondo a las que hay que adherirse como si se tratara de equipos de fútbol que a debates serios. Lo cual no quita que desde una concepción de organización económica de la sociedad sigan siendo ámbitos de reflexión de interés.

El socialismo parte de la premisa de que es el conjunto de la sociedad, a través de la planificación y la organización colectiva y centralizada, quien debe regir tanto el devenir de la economía como los medios de producción. Por el contrario, el liberalismo se plantea sobre la base de que la decisión de qué y cómo producir desde una planificación centralizada es mucho peor que dar a los consumidores la libertad de decidir el producto/servicio que desean, y dar a los/as ofertantes libertad para configurar actividades económicas que satisfagan necesidades de y en la población.

Visto lo visto, la máxima liberal de que el interés de las distintas partes en los mercados hace que estos se corrijan y equilibren hace tiempo que quedó desterrada. Sin una labor de regulación, el libre mercado nos ha demostrado que a menudo deriva en una concentración de poder en clave de monopolios, carteles y/o oligopolios que generan barreras de entrada, influyen en agentes sobre precios y preferencias, limitan el acceso exclusivo de unos pocos actores a ciertos recursos clave, desequilibran la balanza entre ofertantes, y/o hacen uso de relaciones o información sensible en beneficio propio. Al parecer, hay circunstancias en las que la famosa mano invisible acuñada por Adam Smith no es que sea invisible, es que sencillamente deja de existir.

A todo esto, la socialdemocracia, convertida en ideología predominante en Occidente, trata de instaurar mecanismos y políticas para promover la justicia social en el marco de una economía capitalista, pero se encuentra con multitud de problemas.

Los mercados financieros son globales y el capital que se mueve libremente resulta difícil regularlo o gravarlo por los estados nación. Más allá de los descafeinados acuerdos de Basilea de turno, no existen mecanismos de control globales que funcionen con la adecuada efectividad para regularlos, y esto supone un problema grave a resolver.

Por lo demás, es curioso ver en qué medida el bando liberal y socialista se echan la culpa unos a otros, atribuyendo a la ideología contraria la responsabilidad de la desigualdad y de las crisis económicas. A modo de ejemplo, desde el bando socialista se alude a que la crisis que nace en el 2008 no es más que la consecuencia de no poner límites a la especulación financiera.

Desde la ideología liberal, se aduce a que las razones de la crisis se encuentran en los privilegios que los estados otorgan a ciertas entidades privadas, en la manipulación del crédito que generan los bancos centrales y sus rescates de entidades financieras, o en las redes clientelares y corrupción que contribuye a generar la intervención del estado y el rol de control/prestación de servicios desde un enfoque público y centralizado.

No lo voy a negar, a día de hoy las concepciones de planificación centralizada de la economía me parecen un auténtico absurdo. A mi juicio, es difícilmente rebatible el hecho de que a lo largo de la historia fue el ahorro y la acumulación de capital lo que permitió convertir desde sociedades nómadas en sedentarias hasta los millones de personas que han salido de la pobreza en un país como China en pocas décadas.

La constatación de que el liberalismo carece de alma es un hecho, pero también que en un sistema que no se base en el mercado, los incentivos personales se suelen divorciar de la productividad. La organización económica centralizada implica que los planes de las personas individuales deben estar supeditados a los del gobierno u oficina de planificación. Y la práctica nos dice que lo que inicialmente se puede pensar como una mejor forma de distribuir la riqueza puede derivar en coartar la libertad de las personas y en destruir los mecanismos de desarrollo que logran la obtención de cotas de bienestar para el conjunto de la sociedad. No he visto que una concepción de organización centralizada de la economía aguante ningún análisis económico serio. A ello debo sumar que en pleno siglo XXI los discursos de lucha de clases y las consideraciones de lo malo es burgués y lo bueno proletario me resultan anacrónicos, banales y simplistas.

A nivel general lo que echo en falta es la discusión técnica de las consecuencias de políticas concretas, porque al final nada es blanco ni negro. Por mencionar algunos ejemplos, en épocas de crisis y recesión es lógico pensar que la expansión del crédito y aumentar la cantidad de dinero en circulación pueda resultar acertado como dinamizador económico, pero las mismas iniciativas han demostrado incentivar periodos de crisis y depresión en ciertos contextos.

Bajo la lógica de la justicia social, las tasas de salario mínimo decretadas pueden ser buenas para asegurar que las personas tengan un salario digno, pero pueden derivar en desempleo si aplican una retribución superior a la del mercado. El control de los precios de productos básicos puede pretender un reparto para quien menos tiene, pero también resultar en una caída de suministros de productos afectados y en una inflación galopante.

Subir impuestos a las empresas y autónomos parece lo razonable para redistribuir, pero puede desincentivar la realización de inversiones productivas o animar a optar por la economía sumergida, etc. El análisis de la historia nos enseña que el éxito de una política o iniciativa depende en gran medida de elementos contextuales, coyunturales y estructurales de las zonas donde estas medidas se apliquen.

En mi opinión, el mundo es demasiado complejo y los enfoques y políticas tienen demasiados matices y consecuencias contextuales imprevistas como para apoyar generalizaciones. No es cuestión de no mojarse, sino de no hacer el ridículo con simplificaciones conceptuales que tratan de ver el mundo como blanco o negro. Creo que necesitamos debates más serios.