No me digan que esa imagen orwelliana de un grupo de personas malvadas, avariciosas y mezquinas moviendo los hilos no ha sido el saco donde muchas veces hemos colocado las responsabilidades de los problemas que azotan al mundo. ¿Cuánto se parece el planeta a las novelas de Huxley de Un mundo feliz o a la de 1984? ¿Será en las reuniones del grupo Bilderberg donde se deciden los designios del planeta? ¿En las del G7? ¿Los Iluminati? ¿Club de Roma? ¿CFR? ¿Cuál es el impacto y la influencia real del FMI, Banco Mundial, OMC, OCDE, la Reserva Federal o el resto de Bancos centrales? ¿En qué medida somos presos/as de los intereses económicos de las multinacionales y de los fondos de inversión? Quizás me equivoque, pero aunque las decisiones que toman estas instituciones impacten en la vida de muchas personas, en un mundo tan volátil, complejo y ambiguo como el actual diría que su influencia individual quizás sea más relativa de lo que en muchas películas, novelas o ideologías centradas en el victimismo y en echar balones fuera nos han hecho creer.
En las últimas décadas todo parece indicar que las estructuras de poder, por lo menos tal y como se han considerado a lo largo de la historia, han dado un vuelco importante. En lo que corresponde al ámbito geopolítico, la primera transición del siglo pasado trasladó el poder e influencia de los viejos países de Europa para dar lugar a “la era de los Estados Unidos de América”. Después de la incontestable dominancia de USA, en las últimas dos décadas estamos siendo testigos del nacimiento de un mundo multipolar donde, si tomamos como referencia el típico mapa del mundo, el centro ha pasado de estar en el océano atlántico al océano pacífico. Occidente ha dejado de marcar la pauta global, y a esto hay que añadir la debilitación de la capacidad de influencia de la nación estado como institución, dando lugar a una nueva concepción del poder más global e interconectado.
En lo que corresponde al ámbito económico, algunos datos contradicen la afirmación de que el poder se concentra en las mismas manos a lo largo del tiempo. A modo de ejemplo, en el año 2007 las cinco primeras empresas con mayor capitalización bursátil eran 1. ExxonMobil, 2. General Electric, 3. Microsoft, 4. PetroChina y 5. Royal Dutch Shell. Si prestamos atención a la misma lista en el año 2017 (1. Apple, 2. Alphabet, 3. Microsoft, 4. Facebook y 5. Amazon), solo repite una de ellas, y si nos retrotraemos a las 10 empresas más poderosas del 1995, ninguna de ellas está en la lista actual, constatando que las empresas tecnológicas han desbancado a la industria pesada, y que la evolución es constante. En lo que respecta a los fondos de inversión, si nos centramos en los Europeos de los últimos 10 años solo hay 3 que hayan repetido entre los 10 más rentables. Y lo curioso es que ninguno lo ha conseguido durante 5 años. Según la analista Maite López, varios fondos que han estado entre los 20 más rentables algún año, también se han situado entre los 20 peores en alguno de los últimos 10 años. De estos y otros datos -como los del periodo medio de un directivo en las empresas de los mayores distritos financieros- se deduce que la variabilidad y por tanto el poder económico es mucho más cambiante de lo que pudiera parecer. Es posible que decir que son 4 los que manejan los hilos a nivel internacional sea tener poca idea de la complejidad de las relaciones entre agentes. Ahora bien, no reconocer que las grandes corporaciones -de forma directa o a través de intermediarios- influyen en el retraso o aprobación de reglamentos, leyes, directivas, o de que fomentan acuerdos que les permiten desarrollar prácticas monopolísticas y/o carteles es faltar a la verdad. Decía Adam Smith que para que exista una competencia sana, en cada mercado debería haber un número de ofertantes tan grande como para que no pudieran reunirse en una cena porque, si lo hicieran, acabarían conspirando contra el consumidor. Solo hay que echar un vistazo a la cantidad de sentencias condenatorias de tribunales europeos de la competencia con multas a empresas de todo tipo de sectores por prácticas fraudulentas. Parece evidente que la falta de competencia y la concentración de actores en economía se correlaciona con prácticas poco éticas. Dice el analista Moisés Naím que “el poder es cada vez más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder”. Dicho esto, todo parece indicar que en el siglo XXI el poder no es un atributo, sino una relación de ahí la conveniencia de analizar la relación entre los sujetos del poder, los empoderados, y los que están sometidos a dicho empoderamiento. Visto lo visto, parece que las relaciones globales son una cuestión de equilibrios, y quizás los grupos y sociedades se parecen más a estructuras sociales contradictorias surgidas de conflictos y negociaciones entre actores muchas veces con visiones opuestas, que a comunidades y/o grupos unidos de hacen que la balanza se decante de uno u otro lado. Todo parece indicar que el devenir de las sociedades se regirá bajo parámetros transnacionales. Sin leyes y acuerdos sólidos que abarquen este alcance, legislar mirándonos al ombligo cada vez tendrá menos sentido. Será como poner barreras al mar. Y hay que legislar, por el bien de todos/as.
Tendremos que congeniarnos para establecer relaciones de convivencia y comerciales con personas con los que no compartimos valores, pero con las que tendremos intereses coincidentes. Por ello, la capacidad de incorporar mecanismos de gobernanza al espacio global es uno de los grandes retos del futuro.