Han transcurrido casi tres años desde que David Cameron convocara una consulta para que la ciudadanía británica decidiera si quería seguir formando parte o no de la Unión Europea. El primer ministro prometió poner “el corazón y el alma” en la campaña por la permanencia, pero el resultado terminó siendo un portazo antieuropeo en toda regla. Han pasado dos años, seis meses, cuatro semanas y un día desde aquel 23 de junio de 2016 (más tiempo que el que lleva Donald Trump instalado en la Casa Blanca). Tiempo suficiente para que ambas partes acuerden las condiciones más óptimas, o menos lesivas, del divorcio. Sin embargo, el futuro es hoy más incierto que nunca.

En efecto, desde que hace unos días Theresa May sufriera el mayor portazo en la historia del parlamento británico, las especulaciones se han multiplicado. Ahora vienen las prisas y los temores. Vemos con sorpresa e indignación que todo parece estar cosido con alfileres. Todo está por hacer y, a la hora de traficar con rumores. Lo mismo se habla de una salida abrupta, como de un nuevo referéndum o de una posible prórroga de la fecha de salida hasta la primera semana de julio (después de las elecciones al Parlamento Europeo, el 26 de mayo), sin olvidar, claro está, que el acuerdo al que llegaron en noviembre la Comisión Europea y el Gobierno británico es hoy papel mojado.

Todo ello dentro de una encrucijada en la que está en juego el futuro del proyecto europeo. Es decir, el futuro del estado de bienestar de la ciudadanía europea, sometida, hoy en día, al malestar de los murmullos temerosos que anuncian una nueva crisis, guerras comerciales y proteccionismos nacionalistas. Las dudas se acumulan a las puertas del edificio Berlaymont (sede de la Comisión Europea) donde dicen trabajar los eurócratas. El guirigay es tan impresionante como incierto. Si algo hemos aprendido es que los hechos suelen ser más rotundos que las palabras que los anuncian. La pregunta es: ¿Cómo saldremos de este laberinto?

Todo se daría por bien empleado si estos funcionarios hubieran sido capaces de diseñar todas las salidas posibles de una situación como el Brexit. Es cierto que el escenario es inédito porque nunca, desde la creación de la CECA (1950), se había vivido la salida de un socio europeo. No obstante, se supone que los eurócratas están para algo. Por ejemplo, para diagnosticas las posibles contingencias del Brexit y diseñar las medidas alternativas que eviten males mayores. Han tenido para ello nada menos que 30 meses, que son los transcurridos desde que los británicos decidieron salir de la UE.

Y ahora, cuando se acercan las elecciones europeas, los políticos y candidatos a la Eurocámara nos hablarán de responsabilidad cívica o de cómo construir más Europa. Lo harán sin rubor alguno ante la indiferencia que han mostrado en el periodo intraelectoral (cinco años) cuando han utilizado Europa como el tablero de ajedrez en el que jugar sus particulares partidas proteccionistas. Así las cosas, veremos en mayo como los porcentajes de asistencia a la cita electoral seguirá en descenso, mientras que los euroescépticos y el número de antieuropeos aumentará.

Tenemos por delante un escenario lamentable a corto plazo y terrorífico. Las instituciones europeas se han limitado a mirar para otro lado cuando los líderes de los países miembros de la UE o los organismos financieros internacionales han marcado como estrategia global subyugar y controlar a la sociedad mediante el miedo. El Brexit no puede considerarse como el origen de la crisis europea, sino una de sus consecuencias.

Quedan diez semanas para el Brexit. Es decir, diez semanas de murmullos inoperantes.