Visto lo visto, no es descabellado afirmar que la economía digital y el comercio electrónico han sobrepasado lo que supuso el ferrocarril para la revolución industrial. Según la OCDE a día de hoy supone entre un 20 y un 25% del crecimiento del PIB global, siendo ya aproximadamente el 12% del PIB de los países desarrollados, y en aumento. A ello hay que sumar que la parte de la economía que no es digital ya utiliza los medios digitales para darse a conocer, transmitir sus ofertas, o generar imagen de marca.
Internet ha permitido el acceso a fuentes de información y conocimiento inimaginables hace no mucho tiempo. Ha cambiado el mundo y la forma en la que vivimos, pensamos y hacemos. Pero como todo en esta vida tiene su lado oscuro, que no deberíamos obviar ni dejar de conocer. Hay mucho bueno, pero también mucho ruido, postureo y engaño.
A nivel general, lo primero que es conveniente tener en cuenta es que la saturación de fuentes e impactos informacionales propia del contexto actual ha reducido y empobrecido la calidad de la atención de las personas y esto, a su vez, ha derivado en una carrera desenfrenada por captar la atención de las mismas. Y a toda costa. El valor de la información y los contenidos ha llegado a cero, mientras que el que se ha incrementado exponencialmente es el valor de la atención de las personas, aunque este sea efímero.
Como sociedad, nuestra pobreza de atención lleva aparejada una creciente carencia en la profundidad de análisis, en la lectura, en la búsqueda de fuentes contrastadas y/o datos objetivos que soporten cualquier afirmación. Es la consecuencia de una sociedad que solo lee los titulares y los primeros párrafos, que prefiere el comentario fácil al rigor, que ha olvidado que las cuestiones son más complejas de explicar y entender de lo que puede ofrecer cualquier titular o mensaje de Twitter. Esto ha generado un contexto muy propicio para la proliferación de fake news y del fenómeno de la postverdad, que no deja de ser otra palabra pomposa más para referirnos a mentiras, propaganda y manipulación populista disfrazada con emociones para apelar a sentimientos primarios (sin duda, Joseph Goebbels creó escuela).
La red ha propiciado un entorno perfecto para el postureo que encaja como anillo al dedo en una sociedad ávida de agarrarse a la última tendencia o concepto de moda -por muy absurda que sea-. La valoración de las personas, empresas y productos se realiza en función del número de seguidores que tengan en la red, independientemente de que estos no presten ninguna atención real, pero que sin embargo generan el efecto de crear más seguidores. Y amigo/a, donde va la atención -sea esta real o ficticia-, va el dinero.
Uno de los peores problemas que está ocasionando esta carrera sin fin es que la orientación a la hora de generar contenidos cambia de una perspectiva de generar calidad a captar la atención. En consecuencia, se han creado auténticos negocios orientados a generar atención/interés y revender éste interés a empresas, o a quien esté dispuesto a pagar por él. ¿Cómo? Pues haciendo un uso extensivo de matemática, programación, ciencia de datos y algoritmos.
¿Quieres que tu anuncio genere muchos me gustas o visionados? Pues se pueden comprar 5.000 visionados de Youtube por un precio de 15 dólares, o anuncios por Internet, o adquirir centenares de suscriptores (evidentemente emulados por bots, pero teniendo en cuenta que debido al efecto rebaño les seguirán visionados de personas reales). A este respecto, un reciente y revelador artículo de Max Reed describe el fenómeno de Fábricas de clicks, donde centenares de teléfonos y tabletas puestos en fila son dirigidos a visionar videos o contenidos específicos, o descargar programas para que estos ganen popularidad, generen efecto llamada y atraigan clientes o publicidad de verdad. Influencers de Instagram o Facebook que son asistentes de inteligencia artificial que dan me gustas para promocionar ciertos productos o mensajes, etc.
Enrique Dans lo define gráficamente al afirmar que “una parte de la red se ha convertido en un absurdo concurso de popularidad”. El año pasado, la científica norteamericana de datos Cathy O´Neill publicó un interesante libro que se traduce a algo como Armas matemáticas de destrucción. Es un análisis más que recomendable que expone y ahonda en los riesgos e implicaciones de confiar en exceso en esos algoritmos que cada día influyen y están más presentes en distintos aspectos de nuestra vida. La tecnología nos ha dado posibilidades difíciles de imaginar hace unos días. De nosotros dependerá la forma en la que la utilicemos. Quizás, lo que deberíamos de recuperar sea el valor de ser auténticos, aunque sea a costa de esta popularidad actual de cartón piedra.