Finalmente, la anómala convocatoria de elecciones autonómicas en Catalunya ha ofrecido su resultado, dejando una ficha coyuntural que, pese a las intervenciones de quienes creían modificar voluntades mayoritarias y dar por terminado el llamado procés, no ha hecho sino retornar al punto de salida, situando en primer plano las cuestiones pendientes pre 155, ratificando la fortaleza de una voluntad y compromiso de transformación de la realidad político-administrativa en curso.
En resumen, el panorama post 21-D pasa por consolidar una mayoría absoluta de las candidaturas soberanistas catalanas, una todavía mayor, si cabe, mayoría de quienes exigen el ejercicio del derecho a decidir su futuro en una consulta vinculante. Son resaltables la marginalidad del partido en el gobierno español; el fracaso de las burbujas transversales previas, tan solo hinchadas por el poder y persistencia mediática española (conviene señalar que la cadena elegida por Catalunya para seguir la jornada electoral, triplicando su audiencia la suma de la segunda a la cuarta cadena que le seguían, ha sido la denostada TV3, que pretendieran suprimir desde el pacto del 155); el parón de la alcaldesa Colau; la concentración del mapa sociológico de los polígonos y espacios conexos de la Barcelona Metropolitana y Tarragona en torno a Ciudadanos como referente directo del españolismo y/o unionismo real, contundente y limpio desplazando a PP-PSOE; y, por encima de todo, el éxito del president Puigdemont liderando una lista superadora de un partido en crisis, de un movimiento herido de consideración tras el 1-O y dañado por el tacticismo de un socio que ha tardado demasiado en entender la legitimidad y compromiso de continuidad histórica de un Govern destituido, e inmerso en una más que aparente confrontación electoral desde situaciones judiciales y tácticas diferenciadas, en un contexto complejo, incierto, en un clima adverso. De los 947 municipios catalanes, Junts per Catalunya ha ganado en 667, ERC en 143 (es decir, 810, nada menos, con huella y color amarillo prohibido en los medios y por la Junta Electoral creada al servicio de tan irregulares elecciones).
Catalunya es la potente punta del iceberg del no retorno a un Estado del pasado. La coyuntura internacional, la situación de crisis económica y social y el terrorismo (en Euskadi, sobre todo), además del post franquismo no perseguido y el miedo a golpes de Estado a manos de los militares, dieron paso a una transición que permitió demasiadas concesiones impropias de una verdadera demanda democrática de separación de una dictadura, de deseos de autogobierno, con una monarquía moldeada desde el franquismo, mantenida y tolerada y un modelo de “Estado Autonómico” del que muchos esperaban que tan solo fuera una fachada o cascarón.
Recordemos que muy pronto se sucedieron intentos de golpe de Estado (Operación Galaxia, 23-F), el vergonzante “Pacto de los líderes españoles del Congreso” favoreciendo una Loapa que, “recortaría el error de los constitucionalistas” y terminaba con la voluntad democrática, desde luego, de catalanes y vascos. Un sistema que muy pronto se vio limitado a la interpretación, voluntad y decisión unilateral de los sucesivos gobiernos centrales. A partir de allí, la manera de avanzar en el autogobierno ha sido el intercambio de votos requerido por el modelo formal de Gobierno español. Así se ha hipotecado el extraordinario potencial que el modelo tenía y que, de forma tímida, permitió el desarrollo de una España que pasó de la alpargata a la modernidad en pocas décadas, que pasó de espacio de convivencia y relativa esperanza en un futuro respeto al deseo de autogobierno real en dos naciones (Catalunya y Euskadi) confiadas en su sueño europeísta y en la realidad socio-económica y de identidad y pertenencia que pudiera provocar una transformación real del Estado a convertirse en una organización político-administrativa contestada y descalificada por sus propios gestores centralizados.
Hoy, España tiene una nueva oportunidad: o asume su transformación hacia tres Estados (España, Catalunya, Euskadi), reconvirtiéndose en un Estado Confederal en el que la cosoberanía y las relaciones bilaterales reales y diferenciadas se den de abajo-arriba desde las naciones que lo forman o se mantiene en sus trece y se empeña en una estrategia incoherente, pretendiendo una recentralización paralizante, provocadora de desencanto y desafección permanentes.
El escenario catalán exige una nueva política y coraje inteligente para construir nuevos modelos de relación. Volver al enfrentamiento del pasado, imponer soluciones (o pasear mientras el mundo se mueve, a la espera de lo que tenga que pasar) es una irresponsabilidad que no se puede permitir.
Si a partir de hoy, seguimos pensando en términos de bloques volveremos a chocar en la misma piedra. ¿Más cárcel para descolgar las opciones que no gustan a algunos? ¿Más argumentos para obligar a un Govern a establecerse en el exilio? ¿Más boicot a empresas, productos y personas que se dice defender y querer en casa? ¿Más diplomacia económica al servicio del estatus quo, desde partidos y gobiernos claramente minoritarios en Catalunya, abanderando una supuesta mayoría silenciosa? Parecería razonable abandonar el pasado e iniciar un proceso transformador, de ilusión y compromiso, construyendo un escenario nuevo.
Hoy ha sido el momento de Catalunya. Hoy y mañana, también, el de Euskadi, el del Estado español, el de Europa. No nos equivoquemos. No se han equivocado los votantes catalanes, ni los ha engañado el Gobierno del exilio o TV3. Simplemente han dicho lo que piensan, sienten y quieren: la oportunidad de dotarse de un modelo diferente, de elegir sus nuevas relaciones, de dotarse de nuevas estructuras de Estado, de hacer posible un nuevo escenario que demanda una serie de actuaciones reparadoras, previas, antes de iniciar el diálogo creativo e imprescindible para cualquier solución de futuro: Indulto, amnistía, archivo de causas o restart político-judicial para todos los “descabezados”, restitución de la legitimidad del Parlament y Govern, cambios en el Gobierno español y los partidos perdedores, cuyas estrategias, tácticas y gestión tóxica y equivocada ha quedado contestada en las urnas, neutralidad (o simple ética profesional) en medios de opinión y comunicación y vocación real de servicio en el espacio institucional (incluyendo cierta cúpula de la UE). Y, por supuesto, no vendría mal un rey o bien con su acostumbrada intrascendencia ya asumida o con un novedoso e inesperado llamamiento transformador constructivo-creativo. Inteligencia e imaginación de Estado, con los mejores deseos para una nueva fase en 2018.