En una semana pasada plagada de noticias con fuerte contenido económico, merece la pena tratar de integrar una serie de mensajes de modo que facilitemos la comprensión de la posición en la que nos encontramos y, sobre todo, los desafíos que enfrentamos, así como nuevas rutas a explorar para superarlos.

Tomemos como punto de partida el informe presentado el pasado día 7 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) -Better but no enough, Mejor pero no lo suficiente-, de la mano de su economista jefe, Catherine L. Mann. Su mensaje puede resumirse de la siguiente manera: “Pese a que las apariencias sugieren un cierto repunte de las inversiones y el crecimiento global (en torno a un 3% general, un 2,0% en los países OCDE y 1,8% de Europa), a que existen signos de aumento de la demanda de bienes de tecnología media-alta e inversiones de capital (si bien ralentizada por políticas ‘nacionales’ temerosas), la productividad permanece sin respuesta en su ya largo deterioro. La pérdida de empleo se concentra en sectores y países concretos y de forma mayoritaria en cualificaciones bajas y la desigualdad en rentas y salarios se eleva de forma considerable”.

Este análisis concluye con la recomendación de “un llamamiento a aplicar políticas integrales que hagan que la globalización trabaje para todos, sobre la base de dos pilares clave: políticas internacionales y reformas domésticas que relancen la inversión y la I+D, fomenten la innovación, aceleren la competencia desbloqueando estructuras de privilegio y monopolio, generen empleo y doten de una cualificación adecuada a la potencial empleabilidad ofertable en los diferentes espacios laborales locales”.

Una vez más, un organismo internacional defensor y promotor de la globalización no se resiste a destacar las insuficiencias de la apuesta sin matices (mercado y globalización) y la importancia del llamado “efecto local”, así como de una crítica (en lenguaje diplomático velado) a la paralización inversora y presupuestaria desde, sobre todo, los gobiernos a lo largo del mundo.

Vivimos períodos de lento crecimiento global o, al menos, insuficiente para generar el empleo requerido, para mantener o mejorar la productividad y, en consecuencia, garantizar salarios elevados. Además, los beneficios de ese limitado crecimiento son dispares, pésimamente distribuidos, concentrándose en muy pocas manos y acrecentando desigualdades (personas, regiones, países).

Si la OCDE, al igual que prácticamente todo organismo que se precie, reclama cambios críticos en la orientación de las políticas a seguir, la realidad parece empeñada en anclarse en el modelo en curso, ante las dificultades que un cambio radical exigiría, bloqueando nuevas líneas de actuación. Nadie duda de que los cambios estructurales que se precisan requieren tiempo (entre otras cosas) y, desgraciadamente, sus “dividendos a futuro” tardarán en llegar mientras que el “coste de las decisiones” se produce de inmediato, generando más parálisis o confortabilidad con el “dejar hacer”. Sabemos que cambiar el rumbo, o cambiar la mentalidad (académica, policy makers, sociedad) es tarea compleja y exige mucho tiempo. Adicionalmente, hoy debemos aceptar que no se ha terminado de entender bien del todo “qué es lo que determina el inesperado comportamiento triangular de la productividad, la inversión y los salarios”.

Pero siendo esto así, debemos reconocer las graves consecuencias negativas (¿e inesperadas?) de un bajo e insuficiente crecimiento inclusivo, que va más allá de los resultados económicos insatisfactorios hoy y que hipotecan la prosperidad futura.

Impacto negativo que erosiona a las instituciones, fomenta la desconfianza y mina la credibilidad de gobiernos, autoridades y opiniones expertas e incrementa la presión (negativa) sobre determinadas entidades (banca, sobre todo) o industrias y favorece reacciones generalizadas anti statu quo o establishment, favoreciendo acciones e intereses individuales.

Situación que afecta a todo el orden internacional y que, por razones desconocidas, favorece, en exclusiva, a quienes intentan mantenerse en el pasado con discursos de futuro, otorgando demasiados privilegios no asociales a los resultados observables en los responsables de gestión (banca, crisis, Bruselas, gobernantes-corrupción?). Lo sorprendente es que quienes más cómodos están son los mercados financieros y de capitales (gran liquidez global disponible, crecimiento bajo y lento que hace todo más predecible, baja remuneración al dinero, demanda del mercado que carece de alternativas atractivas). En definitiva, se pierde la confianza en los Centros Gestores Globales y se reclaman nuevos espacios, más próximos y democráticamente controlables, con oferta de iniciativas y políticas alternativas.

Así las cosas, parecería que para nadie debe ser un secreto que la disparidad de estadios de desarrollo a lo largo del mundo es infinita (pese al pensamiento globalizador) y que pensar en un mando único que se mueve a igual velocidad, con similares valores, necesidades y cultura, no es sino un gravísimo error.

En esta línea, en los Seminarios de Primavera del Fondo Monetario Internacional, con “el futuro del trabajo” en discusión, el economista jefe de Google, profesor de Berkeley, Hal Varian, describía La paradoja de la productividad y, con ella, pretendía reconducir el debate en curso sobre el dilema “avance tecnológico = menos empleo” para llamar la atención sobre la baja productividad global fruto de factores demográficos (“lo que falta es gente para producir todo lo que el sistema global demanda”) al concluir el efecto de los baby boomers y el progresivo envejecimiento y retiro de la vida laboral, junto con estancamientos del crecimiento (al menos en determinadas regiones) y su efecto “no previsto y perturbador” de los salarios, increíblemente bajos, cuestionando las leyes de oferta-demanda. Hal Varian, insistía, también, en el lento proceso de llevar la tecnología al uso real del mercado en un gran gap entre tecnología y expectativas con su aplicación real y generalizada. Invitaba a “repensar la productividad, sus determinantes y los efectos interrelacionados con el mercado de trabajo (empleo, salarios y sistemas de protección), la inversión (en tecnología, capital humano, cohesión social) y la geolocalización distribuida (¿qué parte de las cadenas de valor hemos de acometer desde cada empresa, en qué lugar del mundo y en qué marco general de alianzas?), comprendiendo los ‘tiempos reales’ para el largo trayecto idea-tecnología-uso y mercado”.

Grandes debates, apasionantes reflexiones y líneas sugerentes para afrontar la “insuficiencia” que acompaña a los “mejores resultados y signos observables”. En todo caso, hay una cosa clara: sería recomendable acercarnos al futuro colocando el foco en las personas y su rol en sociedad, a la manera en que organizamos los recursos y el acceso a los mismos, más allá de una tecnología concreta que nos asuste o a la confortabilidad de mantener las políticas y mensajes que no han cumplido con las expectativas y desafíos de nuestra sociedad. Crecer, invertir, buscar el camino de la prosperidad no deja de ser cuestión de principios y valores, voluntad y decisión democrática, gobernanza y opciones solidarias inclusivas. El mundo, pese a todo, se mueve y una corriente imparable aspira a construir otros escenarios diferentes.

Todo un futuro de oportunidades (y empleos productivos) nos espera. Pero si insistimos en atrincherarnos malgastando recursos (tiempos, gestión, capital, mensajes) debajo de la farola encendida porque da luz y no del lugar en el que perdimos aquello que buscamos, encontraremos cualquier cosa menos el futuro que queremos.