NO quiero pensar mal, pero es sospechoso el olor que despide el breve encarcelamiento preventivo de Miguel Blesa porque permite poner en segundo término los verdaderos problemas derivados de la austeridad, que deja a la Eurozona en la recesión más grave de su historia, tal y como hemos conocido la pasada semana. Por otro lado, los políticos pueden aparcan su responsabilidad ante la crisis para argumentar que "la justicia funciona" cuando deberían decir ya era hora porque ha sido necesario ver a miles de personas protestando en la calle por las consecuencias de los nueve procesos distintos que están en curso, en otras tantas cajas de ahorro, con casi un centenar de ejecutivos imputados, para que un magistrado decida poner entre rejas a uno de ellos.
La corrupción no es nueva. Es un fenómeno universal originado por la codicia humana. Un deseo desproporcionado de acumular dinero y poder. Una realidad histórica que ha existido desde tiempo inmemorial. En la época clásica de Grecia esa codicia se llamó hybris (desmesura) y el que fuera legislador, moralista y poeta ateniense, Solón (638-558 a.d.C) señaló que "no llega conforme al orden divino, sino que, obedeciendo a acciones injustas, viene de mal grado y pronto se mezcla con ella la perdición". Se sabe desde entonces que la eficacia de las buenas leyes y la virtud de los buenos gobernantes no consisten en castigar al corrupto, sino en evitar la corrupción.
La corrupción merece, sin duda alguna, ser objeto del reproche social, político y legal, pero, hasta la fecha, no se ha hecho mucho por impedir la desmesura neoliberal. Por ello y por las coincidencias que se dan en el tiempo, cabe pensar que, premeditado o no, el caso Blesa es un claro ejemplo de cómo desviar la atención de la sociedad hacia los aspectos escandalosos y sensacionalistas de la cárcel, mientras ejecutivos de los organismos supervisores, como el Banco de España, miran para otro lado como si no fuera de ellos la responsabilidad que han tenido y tienen de controlar a las entidades financieras y evitar sus posibles excesos. Pero quizás, el lado más amargo nos lo deja el comprobar el estado catatónico en que viven los gobernantes inoperantes frente al continuo cierre de empresas y a la imparable destrucción de empleo, así como otros problemas que, brevemente, pasamos a analizar.
Es el caso anunciado por la oficina estadística de la UE, Eurostat, que confirma el sexto trimestre consecutivo en recesión de la zona donde el euro es la moneda oficial y evidencia que las medidas de austeridad impuestas por los países más influyentes, empezando por Alemania, no han frenado los desequilibrios en los países periféricos, ni han fortalecido sus fundamentos económicos. Todo lo contrario, los ha debilitado, incluyendo países como Holanda, Finlandia y Francia, lo cual pone de manifiesto la ineficacia e incapacidad de esos gobernantes (con Merkel a la cabeza) para encontrar la fórmula que permita salir de la crisis, como parece que está ocurriendo en Estados Unidos y Japón.
Las mayores críticas llegan desde Berlín que esta semana ha cargado con dureza contra la troika europea. Y sobre todo contra la Comisión Europea (CE) y su presidente, el portugués José Manuel Barroso, acusado de gestionar la crisis con múltiples errores que, lejos de marcar un camino para incentivar la economía, deambula sin rumbo fijo. Claro que, días antes, el presidente de la CE había criticado la política de austeridad de inspiración alemana, que a su juicio está "al límite". Berlín le devuelve ahora el golpe y escenifica un divorcio sin solución, a juzgar por las discrepancias existentes y los argumentos que tratan de eludir responsabilidades.
El euro no funciona. El Bundesbank critica al BCE por la bajada de tipos de interés. Tampoco funciona la cohesión europeísta como lo demuestra que Cameron amenaza con un referéndum sobre la permanencia británica en la UE. En este contexto, la lógica señala que si algo no funciona debe cambiarse. Europa, sometida a querencias neoliberales (muchas de ellos euroescépticos) y abandona el rumbo marcado por los padres de Europa en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial para entrar en una peligrosa senda que, como consecuencia de la inacabable crisis, nos ha llevado a un escenario caótico donde está en riesgo la democracia, la libertad y el bienestar de los europeos. Si nadie pone freno a la situación el riesgo de un colapso se puede hacer realidad.
Siguen las dudas sobre la solvencia del sistema financiero español. En Bruselas, Berlín o Londres se decía esta semana que los 40.000 millones de euros utilizados por el Gobierno en sanear la banca son insuficientes para, entre otras cosas, hacer frente a la morosidad oculta bajo la alfombra como teme el propio Banco de España. Esta es una realidad incuestionable en la medida que el parón registrado en los créditos para las pymes, la destrucción de empleo y el empobrecimiento generalizado de la sociedad conlleva un aumento en el impago de créditos empresariales e hipotecas familiares. En consecuencia, las entidades acreedoras tienen que incrementar sus provisiones.
Por otro lado, y no menos importante, la economía española no despierta precisamente confianza en la Comisión Europea que ya ha anunciado la apertura de un expediente porque sus desequilibrios siguen siendo excesivos, lo que es entiende como otra forma de expresar la insatisfacción existente en los socios europeos respecto a la puesta en marcha de la agenda de reformas mil veces anunciadas por el Gobierno de Rajoy que, en la mayoría de los casos, no acaban de dar los frutos esperados.
Con estos mimbres es evidente que los problemas de la economía española y, por tanto, de la vasca, se resumen en la falta de credibilidad en el resto de Europa. Un motivo más que suficiente como para dejar que los tribunales hagan sus deberes en relación a la corrupción, mientras que los responsables políticos, sociales, económicos y empresariales centran sus esfuerzos en buscar soluciones para proyectar un mínimo de esperanza.