lA intervención de la "troika de negro" (Unión Europea, Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europeo?) en Chipre ha puesto de manifiesto, una vez más, demasiadas dudas en relación con los supuestos gobernantes de la "salida de la crisis".

Más allá de la receta de obligado cumplimiento que se pretende imponer, así como del debate imprescindible sobre la equidad, justicia y viabilidad de la misma, ha saltado una nueva luz roja que aumenta nuestra preocupación: la desastrosa manera de tomar una decisión de tal trascendencia, la facilidad con que dan marcha atrás quienes se supone han analizado con exquisito rigor tan grave asunto y el enorme desprecio -ya largamente demostrado- a las democracias internas de los países miembros objeto de la intervención y de la propia Unión Europea.

Los sucesivos comités -básicamente técnicos- que han venido tomando decisiones al margen de los órganos de gobierno y control democráticamente establecidos, nos han enseñado, estos últimos días, que no solamente no hay soluciones únicas, sino que cuando se empeñan en convencernos que "solo es posible lo que imponemos ya que no hay otra salida", es tan frágil como su desautorizada voz y que son capaces de cambiar sus decisiones ante cualquier incidencia o protesta racionalmente esperable. Por tanto, lo novedoso y preocupante de esta semana no es ya comprobar su gran capacidad de generación de pánico o alarma social, o la facilidad con que Europa incumple sus leyes y principios, ni siquiera la "inseguridad jurídica" de que hace gala confiscando el ahorro, inversión y propiedad de los ciudadanos y empresas europeas, ni la evidencia de tan diversas fórmulas de intervención impuestas para paliar la escasa capitalización bancaria como clave del enorme riesgo al que estamos sometidos los ahorradores, inversores y gobiernos, presos de un modelo de negocio bancario que cambia su discurso para permanecer en el estado original de la crisis provocada. Ni tan siquiera sorprende observar la incoherencia de sus discursos repitiendo que el caso griego era "único y aislado -como al parecer lo eran Irlanda, Portugal, Islandia, Italia?-, irrepetible, y del que no tienen por qué preocuparse los demás". Tampoco parecería extraño el constatar que se incide en medidas que "prestan dinero en condiciones que se sabe impiden su devolución" o el pretendido equilibrio entre el conocido blanqueo de dinero (en este caso mayoritariamente ruso y griego) y las bases offshore o de paraísos fiscales en el "corazón" de Europa.

Desgraciadamente, todas estas gravísimas implicaciones observadas, no resultan novedosas.

Lo que el caso chipriota pone de manifiesto es la frivolidad de quienes se han aproximado a intentar resolver tan complejo y trascendente asunto.

Cierto es que la crisis en que nos encontramos no es de solución sencilla y que nadie tiene una receta mágica. Pero esto no es excusa para hacer cualquier cosa y de cualquier forma. El de Chipre es un modelo de complejidad que exige una cuidadosa aproximación. No es "un pequeño invitado al club europeo" al que se puede enviar a un comité de becarios a copiar informes para su lectura en fin de semana y tomar decisiones entre avión y avión.

De pequeño tamaño, población reducida y economía limitada sí, pero con unas características únicas que exigen un respetuoso análisis. Basta recordar que si bien su juventud como estado independiente (1960) y su posicionamiento y calificación "euroasiática", además de su división territorial y étnica (comparte isla con la vecina República Turca del Norte de Chipre tan sólo reconocida por Turquía y el mundo islámico) y la histórica presencia del Reino Unido en dos enclaves -bases militares- no han impedido su plena integración en la Unión Europea como Estado miembro, soberano, independiente, en un "espacio de potencial reunificación en delicadas condiciones cambiantes a lo largo del tiempo". Chipre es un elemento clave en decisiones geo-estratégicas de gran calado cuya exitosa participación europeísta determinaría una próxima ampliación con la tan retrasada entrada de Turquía en la Unión Europea, la necesaria coordinación y colaboración con Rusia y los emergentes países ex-soviéticos, la confortabilidad de este mundo con un espacio de integración euroasiático... No olvidemos, tampoco, la singularidad de este país, miembro de pleno derecho de la Unión Europea, sujeto a un pendiente proceso de reunificación democrática, previo referéndum de autodeterminación (sí, también en la UE oficial), constituido por etnias, pueblos, lenguas, religiones, estatus político-administrativo distinto. Demasiada singularidad y complejidad. Suficiente relevancia.

Quizás si quienes han visto en Chipre una "pequeña y molesta piedra" hubieran pensado en la importancia y relevancia del país en cuestión, en las personas implicadas y en lo que supone una apuesta europea como garantía de prosperidad, libertad y ejercicio democrático, si hubieran pensado medio minuto en los vecinos turco y ruso, y, por supuesto, en la gente implicada en sus decisiones, hubieran buscado alternativas.

Hoy -al escribir este artículo- sabemos que se producirán cambios. Demasiado tarde para evitar el confuso mensaje ya enviado: la Europa de la seguridad (democrática, jurídica, de los ciudadanos, la prosperidad y el bienestar) parece moverse ajena a sus principios. Sus reglas y gobernantes generan incertidumbre.

Desgraciadamente, Chipre vuelve a poner sobre la mesa una grave pregunta que muchos nos hacemos: ¿Hay alguien allí?