martes a primera hora. El frío arrecia. Se hace fuerte y cala hasta los huesos. Como témpanos, vagamos las calles en busca de un destino ímprobo. Cada mochuelo a su olivo, que decía mi Madre. Mientras camino continúo pensando en qué escribir esta semana. Voy dando forma al tema. Esgrimo argumentos. El triunfo del Baskonia en Madrid me parece de cuento. Sólo Ivanovic puede obrar milagros de tal calado. Su capacidad de convencimiento es grande. Maneja límites enfermizos. Opera a las bravas y se atreve con cualquier cosa. Está de vuelta. Puede ponerle a jugar de uno o de tres a la vecina del cuarto y ganar un partido. Se lo puede permitir. Pero del milagro a la pesadilla, a veces, hay menos distancia de la que parece.

Camino absorto. En la calle Dato observo un transeúnte varado en un banco. Está recogiendo una esterilla y aglutinando algunos limitados enseres. Sus labios, blanquecinos, tiritan de frío. Le doy un par de monedas para el café y me marcho tan tranquilo. Reflexiono. Vuelvo a su encuentro. No está. Echo la vista adelante. Vislumbro su estampa. Se dirige a la estación de tren. Camina desvencijado, maltrecho. Hace eses, pero no ha bebido. La inercia de vivir le marca el camino, pero parece como si su cuerpo no quisiera acompañarle. Me pongo a su vera. Le gratifico algo más y se abre a la puerta de la conversación.

-¿Conoce los recursos sociales de la ciudad?, le pregunto como si le estuviera ofreciendo el Santo Grial.

-Sí, ya he estado varias veces pero no me dan una solución. Tengo hijos que me ayudan con algo de dinero, pero no me llega y estoy así desde hace dos meses.

-¿Y no va a dormir al Aterpe?

-No, hay que cumplir un horario y por la mañana te tienes que marchar.

-¿De dónde es, está empadronado en Vitoria?, continúo en plan investigador, como si hubiese que ser de algún sitio concreto hacer noche en un cajero.

-Sí, sí que estoy empadronado, pero da igual; sólo ayudan a los de fuera.

Se queda desayunando en la estación. Hago un par de llamadas interesándome por qué puede hacer un sintecho en un día de invierno. Vuelvo a hablar con él.

-¿Ha ido alguna vez al Centro de Día Estrada? Me dicen que allí puede lavar la ropa y pasar el día.

Dice que ha ido. ¡Tiene 70 años! Llora conmovido por su suerte. Las lágrimas nacen de dentro. Me da su nombre, su móvil y la referencia de una trabajadora social que le ha atendido hace tiempo. Cambio la ruta y voy a hablar con ella.

Maldita realidad Parece como si hubiéramos aprendido a mirar para otro lado. Dedicamos tanto esfuerzo en mantener nuestro barco a flote que ya no somos capaces de vislumbrar en el horizonte las naves que zozobran. Hay ciudadanos ocultos que no suelen ver partidos de baloncesto.

La instalación municipal parece un búnker. Llevo una bolsa cogida del cuello y capucha. Por un momento, se me pasa por la cabeza que van a pensar que soy un vagabundo. Me atiende un policía local. Es correcto. Recibe una llamada. Parece que tiene problemas propios. La puerta del lugar se abre. Me recibe la titular. La conversación transcurre por estos derroteros.

-Buenos días. Soy un ciudadano. Venía a preguntar por tal persona. Es mayor y está en la calle. Helado de frío.

-Sí, le conocemos. Pero está atendido, tiene de todo (señala con reservas, la protección de datos está haciendo estragos).

-No lo dudo, pero está en la calle y no le he visto en buen estado.

-Hemos hecho lo que hemos podido. Es una persona difícil. Hace tiempo que no viene por aquí. Debería estar a cargo de Diputación, pero?

Acaba explicando que le han buscado soluciones, pero que su situación es compleja, que quiere vivir la vida a su modo. Me asombra el tono de la profesional. Le cuento dónde trabajo y mi sensibilidad por el perfil de nuestros mayores.

-Sí, te comprendo y agradezco tu preocupación, pero no se puede hacer mucho más en estos casos.

Está curada de espanto. Estoy seguro de que hace lo que puede. Y de su frustración por no poder hacer más. Pero el tono me parece ligero, vivaz, prosaico. Como si la empatía hubiera pasado a mejor vida hace tiempo. Quizá soy yo, pero hace que me sienta como si fuera un loco o un alma cándida que se hubiera interpuesto en su camino.

Final incierto Comienza a chispear. La nieve asoma. Contacto con al infortunado. Le explico que se pase a hablar de nuevo con la Trabajadora Social y que cualquier cosa es mejor que pasar frío en la calle. Se compromete a ello. Entre lo que él dice y lo que trasladan desde la institución hay un trecho. Suele pasar en estos casos. La verdad se queda en el limbo.

Llego al vestuario de una conocida instalación deportiva, mi destino original. A mi lado, unos jubilados agraciados bromean antes de practicar su especialidad deportiva favorita, que desconozco. Hablan del cariño de sus mujeres del ejercicio y el sobrepeso.

-Yo creo que no se quiere quedar sin mí. Me dice la parienta que dónde voy con tanto frío, comenta uno de ellos, provocando la sonrisa entre el resto.

Estaba uno atándose los zapatos el otro día y la barriga no le dejaba bajar hasta abajo. Farfullaba: “Hay que joderse, y que luego digan que los gordos somos felices”. Todos le ríen la gracia.

Había dirigido mis pasos a echar unos tiros como terapia (me quedaría a vivir en una cancha), pero se me han quitado las ganas mientras redacto. Impotente, mejor otro día vuelvo a escribir de baloncesto.