- En el amanecer de los Pirineos, donde se derrite el Tour, secuestrado por la camisa de fuerza del sol, inclemente, tenaz, ardiente, lacerante, se jugó a las damas y al ajedrez. Kuss salió victorioso en el primer juego. Pogacar evidenció su reinado en el segundo. El mismo tablero pirenaico que trazó hasta Andorra a través de montañas que mordieron las piernas, sirvió para enaltecer dos partidas distintas. La velocidad y el instinto del damero, donde se resolvía lo cotidiano y lo inmediato, eligió a Kuss, que derrotó el empeño del infinito Valverde. La estrategia y la táctica del arlequinado, donde se construye la serie de relatos que acabará en los Campos Elíseos de París, veneró la efigie de Pogacar, el rey, que tachó otro día de su rutina de campeón. Ineos quiso ponerle en jaque, pero el esloveno, todopoderoso, no necesita enrocarse. Le basta con la autoridad de su corona para defender su imperio. El líder, aún aislado, es invulnerable. El episodio del Ventoux fue una anécdota. Pogacar es la categoría.
Una mixtura entre peones lanzados por los generales para cuestiones relevantes y agentes libres de responder ante la jerarquía confluyeron en una fuga ventruda. En esa numerosísima reunión rodaban Van Baarle y Castroviejo, zapadores de Carapaz, Izagirre, un verso suelto, Van Aert, Kuss y Kruijswijk, alfiles de Vingegaard, Higuita, parapeto de Urán, e ilustres como Valverde, Poels, Woods, Nibali, Alaphilippe o Quintana. En la otra punta, Mark Cavendish purgaba su pena con tres costaleros para llevarle a hombros a través de los Pirineos, que son una hoguera, antorchas que iluminan un cielo que no opone ninguna resistencia. Ni una barricada de nubes. Entre dos aguas emergía el amarillo intenso de Pogacar, descamisado por primera vez. La cremallera abierta ante el cierre de su guardia pretoriana. A su espalda Guillaume Martin, filósofo y el ciclista que escribió Sócrates en bicicleta, disfrutaba de su nuevo estatus. Al francés la dicha le duró una travesía por los Pirineos, que le desgajaron del podio. Vingegaard, Urán y Carapaz, sumamente parejos, pugnan por esos dos escalones. Pogacar es inalcanzable, se eleva varios cuerpos por encima del resto.
En Montée de Mont-Louis, el primer escollo, los fugados mostraron algún enfado, pero todos regresaron al orden en una jornada que deletreaba el sol abrasador entre las azoteas del Tour. En el pelotón ondeaba la calma que acompaña al bochorno. Izado el Col de Puymorens, otra balconada con barandillas de fuego, donde el suministro de oxígeno comenzaba a escasear, Van Aert, Poels y Woods codearon por los lunares del premio de la montaña. En el grupo del líder, el Ineos sacudió el caminar cansino del UAE. Porte, Geoghegan, Kwiatkowski y Thomas eran los sherpas de Carapaz, al que le hormiguean las piernas. El ecuatoriano, hijo de las cumbres, quiere el Tour, aunque lo apriete el puño de Pogacar, dictador de la Grande Boucle. La marcha marcial de Porte deshuesó el grupo, cada vez más magro. En el morral de Port d’Envalira, un rascacielos, se apiló la arena en los pulmones y el plomo en los bolsillos. Más de 2.400 metros de altitud. Quintana, valiente, se agitó donde el viento zarandeaba voluntades. El hombre que soñó con conquistar París, abrió el fuelle de su ambición. El colombiano coronó con una decena de segundos sobre Van Aert, al comando de un grupo donde respiraba Ion Izagirre. Castroviejo y Van Baarle rapelaron y se unieron a la determinación de Carapaz para dislocar a Guillaume Martin, que pendía de un hilo en el descenso de Envalira, donde perdió cobertura . Ser o no ser. Martin sufría en cada latigazo, con el maillot abierto como un libro de hojas sepias. Un freno en la bajada. Cada curva era un sofocón para el francés y Cattaneo, ambos desconsolados en meta. Pogacar, aislado de manos amigas en Envalira, se soldó a la rebelión del Ineos, que corría al asalto. Vingegaard, Urán, Mas, Lutsenko y Pello Bilbao compartían plano. El gernikarra, fondista extraordinario, quería regresar entre los diez primeros del Tour. Lo logró.
En el sótano de Col de Beixalis, Quintana se volvió a desmonterar antes de plegarse. Gaudu giró la tuerca. Más miseria. Valverde, el eterno, e Izagirre, el tenaz, resistían entre curvas de mirada torva, herraduras que no reparten suerte. Entonces aleteó el colibrí Kuss. El norteamericano de Durango silenció a Valverde y al resto, atrapados por la ley de la gravedad y el óxido de la fatiga. En el retrovisor, Castroviejo y Thomas equipaban las cuerdas para Carapaz. Pogacar se cerró el maillot amarillo y se colocó la máscara de hierro. La de Pello Bilbao se agrietaba entre el club más selecto. Carapaz, siempre dispuesto para el combate, espíritu guerrero, se soliviantó. Pogacar le encimó de inmediato. En la grupa del líder se posó Vingegaard. Después accedieron Urán, Mas, Kelderman, O’Connor y Lutsenko. En ese precario equilibrio de fuerzas en el límite, Vingegaard rebobinó a su ataque en el Ventoux. Sacó la cresta, aunque no lo suficiente. El gallo es Pogacar, que no titubeó y mostró los espolones. Los favoritos valoraban las tablas, el escenario ideal para esloveno, que maneja los hilos del Tour a su antojo. La tregua rescató a Pello Bilbao, agonista, a un palmo de los favoritos. El gernikarra es un salmón. Infatigable, nada contra corriente. Encontró a Lutsenko, descascarillado. El vizcaino recuperó el resuello en la general. En el frente, rivalizaban Kuss y Valverde. Les separaban una veintena de segundos en un descenso que valía la gloria en Andorra. Kuss, desencadenado, hambriento, no se dejó intimidar por la leyenda de Valverde. El norteamericano fijó su residencia victoriosa en Andorra. Lanzó la gafas al viento de los Pirineos, donde Pogacar domina el ajedrez.