- Aún perdura el shock, el temblor de tierra que provocó la sacudida de Tadej Pogacar para atravesar la historia del Tour de Francia como un meteorito y llegar a la Luna. Lo nunca visto. Su hazaña, una gesta sin parangón, reposará en el memorándum de la carrera francesa durante décadas. El esloveno, un querubín de 21 años, de estreno en la Grande Boucle, se coronará en los Campos Elíseos de París después de completar una exhibición hiperbólica en la crono que candaba el Tour. Nada será igual nunca. En La Planche des Belles Filles, en su cima, Pogacar derrocó a la lógica, al sentido común y humilló a Primoz Roglic, el líder que disponía de 57 segundos de renta y que acabó el día sentado, asfixiado, con la mirada perdida e ido, tratando de entender lo que había pasado. Probablemente, necesite años para asimilarlo. Tal vez toda una vida. La derrota de Roglic, quinto, a 1:56 del cometa Pogacar, fue durísima, por inesperada, inexplicable y violenta. El Tour se quedó mudo para respetar al campeón caído y boquiabierto tras completar la obra maestra de Pocagar, que quiso homenajear a Roglic, ausente y deshabitado. Roto por dentro. “No me puedo imaginar lo duro que debe ser para Primoz Roglic que le haya derrotado. Primoz fue superior durante todo el Tour. Debe estar hundido. Pero el deporte es así. Me da mucha pena por él”, dijo Pogacar, exultante tras instalarse en el Nirvana. Ni él se creía una remontada imposible. “Es increíble. No sé qué decir. No sé cuándo me voy a hacer cargo de lo que he hecho…”, estableció Pogacar, el chaval que ha dinamitado los cimientos del Tour.

El joven esloveno ondeará su rebeldía en París, donde le acompañará la pena de Roglic y la redención de Richie Porte, que se coló en la foto del podio tras remontar a Miguel Ángel López, pésima su crono. Landa también arrinconó al colombiano. El de Murgia será cuarto e igualará el registro de 2017. Su triunfo fue el de la perseverancia. Otro rebelde. La derrota de Roglic, tan dura, tan áspera, posee la carga emocional y el drama que queda impresa en el alma y en la memoria colectiva. En 1989, Laurent Fignon cayó ante Lemond en la contrarreloj que desembocaba en los Campos Elíseos. Fignon, que disponía de un botín de 51 segundos, perdió el Tour por 8 segundos. Desde entonces se cuenta que Fignon jamás regresó a aquella avenida maldita. Ese categoría alcanzó la caída a los infiernos de Roglic, batido en los estertores del Tour por el iconoclasta Pogacar, que le dio la extrema unción en una actuación sideral. El talentoso esloveno mostró una exuberancia inaudita el último día competitivo de la carrera para romper con el orden establecido y reventar la idea de que es obligatorio contar con una superequipo para conquistar el Tour. El intrépido Pogacar desmintió punto por punto todos los lugares comunes.

Su ascensión a la cima de La Planche des Belles Filles tras someter a Roglic en el llano, para entonces el líder disponía de 20 segundos de renta, resultó estratosférica. No solo no se desfondó Pogacar después de cauterizar 40 segundos de desventaja, sino que en los 6 kilómetros finales aplastó la montaña. Los escombros los tiró sobre la espalda de Roglic, para entonces cruzado, dubitativo, perdida la estampa serena que le hizo dominar el Tour agasajada por el imperial Jumbo. Corría a ciegas. Siguiendo su instinto. Un loco audaz. “Lograba oír el pinganillo en la parte llana, pero en la subida había demasiado ruido y no dispuse de referencias ni nada parecido”, argumentó. Así alcanzó la gloria, en plena algarabía. Fiesta. Roglic portaba una cruz. A solas, aislado del cobijo del Jumbo, el líder perdió el compás. Se trabó. Como si se le hubiera olvidado andar en bici. Crucificado por la presión y el empuje de Pogacar, una estampida de energía. Balbuceaba Roglic, deslavazado en el llano y a gatas en la montaña.

De repente, el líder que era una roca, era polvo y ceniza. Se sintió vulnerable. Entró en pánico. Roglic estaba desfigurado, martilleado por Pogacar, que no dejaba de crecer. El joven esloveno era un coloso en llamas. Ardía. Fuego en el cuerpo. Un volcán. Un río de lava que chamuscó a Roglic. A cada pedalada, Pogacar, que antes de salir era un jovencito con los cascos puestos y las gafas de sol negras de rock star ajeno a su entrada en la historia, clavó un cuchillo en el corazón de Roglic. Para entonces, el líder, pálido, desbordado e impotente, había perdido el Tour. Lo sabía su mente aunque el crono le ofreciera un empate. Pogacar era un suflé. Roglic, un ciclista viejo y acartonado. En la cima, a Pogacar le abrazó Matxin, zarandeando al campeón de punta a punta. El director vizcaino aseguró a DEIA antes del Tour que Pogacar tenía que correr sin presión. “Confiamos en él y en su talento, pero no se le puede exigir nada. Es la primera vez que hace el Tour, así que el objetivo es que disfrute con lo que hace”. Y lo que hizo fue una obra colosal. Campeón del Tour, mejor joven de la carrera y rey de la montaña en su estreno en la carrera francesa. Algo que lo equipara con Eddy Merckx, el Caníbal. “No me lo puedo creer, y dentro de un mes tampoco me lo creeré”, dijo Pogacar tras llegar a la Luna.