abían pasado un par de minutos de la hora de la cita, las once y media del lunes, con el primer cortao en terraza tras el confinamiento en su fase un medio y tres cuartos. Dos cortados con leche en el Manai, a un costado de los juzgados, en el albor del despertar de la bestia; había que ver lo bien montado que lo tenía el jefe, Fernando: delantal, máscara, guantes y bandeja y nadie dentro del local, solo los empleados. Cinco, seis mesas a buena distancia, nadie de pie, y 1 euro y 25 la tacita. Pura magia. En otros sitios, la estampa parecía más una estampida.

Ahí estábamos por fin -“no pensaba que me iba a costar tanto, oye”, se disculpó Aitor- y comenzamos a desgranar los últimos cincuenta días de nuestras vidas. Lo primero que me dijo, de sopetón, antes de empezar, fue: “No quiero dramas, que los ha habido, quiero destacar la alegría del contacto humano, la experiencia de vida con mi padre y el cara a cara, casi diario, con sus vecinos”.

Los Bernedo, padre e hijo, de familia pelotazale, pelotaris y palistas de toda la vida, han pasado las de san Pekín durante los 55 días de encierro sufriendo los miedos, rigores y riesgos en la acorazada habitación del pánico que, con el transcurso de los días, fue transformándose en una atalaya de observación desde la que sobresalió lo bueno. “La experiencia me ha aportado relaciones, alegría y mucha solidaridad y empatía con la gente”, reconoce Aitor, atento a las ventanas, balcones y galerías de cada uno de los apartamentos tutelados del Alto de Armentia donde han permanecido juntos, observando la vida de la gente a través del cristal indiscreto y transparente por donde asomaban el temor y la esperanza.

Mikel Gaizka de Bernedo Melendo, de 87 años, y Aitor de Bernedo Zulueta, de 57, han superado el envite homérico tras 50 días y 50 noches de acecho, con el enemigo alrededor y la compañía de Rosa. En otras circunstancias, Aitor y Rosa habrían disfrutado juntos a mil kilómetros de aquí, en el Algarve portugués, en la costa malagueña o en las playas de Mallorca. Tocaba, pero se cruzó el virus. La odisea comenzaba el pasado 6 de marzo con una caída. Mikel se rompía la cadera y debía pasar por quirófano. El día 9 le operan y el 13 le dan el alta. Dos días después empieza la cuarentena.

La traca troyana prendió mecha con la llegada a la zona cero de la pandemia, donde los sanitarios ya estaban en la pelea contra el coronavirus. “Salimos por patas”, reconoce Aitor, “en cuanto la tercera planta de Txagorritxu quedó diseñada para combatir a la enfermedad”. Para la gente mayor, permanecer allí por más tiempo “significaba jugársela”. El día 13 ya estaba de vuelta en el apartamento tutelado donde Mikel vivía desde que su esposa Irune falleciera. Tres años atrás los esposos compartían espacio en la residencia de enfrente, donde la pandemia ha golpeado con crudeza, sin piedad, a muchos de los internos y sus cuidadores.

El apartamento “era nuestro refugio y protección frente el drama que estaban viviendo enfrente”, me cuenta desolado. “La labor de los auxiliares de la residencia, infectados casi todos, ha sido excepcional”, dice, e insiste: “Por lo que han trabajo, por el esfuerzo, los cuidados y la dedicación de todos ellos”. Muchos ancianos y uno de sus cuidadores han fallecido. “En su recuerdo, por ellos, debemos permanecer vigilantes y no bajar los brazos, porque esto no ha terminado”, reitera Aitor a lo largo de la conversación.

Mikel no podía estar solo. Aitor decidió confinarse con su padre y dedicarle todo su tiempo. Hasta que las autoridades sanitarias ordenaron el confinamiento, la residencia se encargaba de la comida y la repartición de medicamentos a los ancianos de los pisos tutelados. “Ahora me tocaba a mí”, decidió Aitor. Josu, Igor e Izaskun, los otros tres hijos, estaban confinados con sus respectivas familias; “no veas las ganas que tengo de juntarnos todos para cenar”.

“Las dos primeras semanas fueron muy duras”, reconoce. Dolorido y desorientado, el padre fue superando las etapas de postoperación. Silla de ruedas al principio, taca-taca al cuarto día, empujar la silla la segunda semana y a la tercera “resucitó y empezó a andar como un valiente”, me cuenta, y doy fe, pues ha corrido por el grupo de wasap del Zidorra un vídeo de Mikel andando “en plan marcha atlética, al grito de gora Euskadi askatuta. Increíble”, reconoce el hijo. Esos días “conté con la ayuda de Jorge, un trabajador externo de la residencia que nos controló la medicación. Se portó de maravilla”. Mikel tomaba seis pastillas en el desayuno, una en la comida y tres más en la cena. Cruz Roja se encargaba de traérlas a casa. El calendario de las primeras semanas fue “especialmente duro”. Mikel sufre demencia senil y, algunas veces, antes más, “le brota la mala gaita”. Pero, por lo general, “mi padre sonríe siempre, agradece siempre pero se le olvida todo”. La normalidad volvió a la tercera semana. “Se estabilizó y… vivimos muy bien”. Pasean juntos dos veces al día -“quiere salir, lo necesita”-. Mikel repite constantemente dos frases, porque no llega a comprender la situación: “Pero… no hay nadie. ¡Qué silencio…!”. Y “quiere comulgar”, no entiende que no pueda ir a la iglesia.

“El móvil me salvó la vida”, me dice. “No pude con Riña de Gatos, de Mendoza”. “La relación con los vecinos fue espectacular”. Así se resume parte del confinamiento. Conocer y compartir momentos con gente que lo ha pasado muy mal. Relaciones que “me han aportado mucho y esperaba cada día. Nos tirábamos piedritas a la ventana…”. Con Alejandro, vecino de la residencia “que tenía muchas ganas de ir a Amurrio”. Con Iñaki, “con quien coincidimos tomando el sol”. Con Teresita, una mujer leída, incapaz de salir a la calle pero con ganas de charla, cantarina y dicharachera -“se asomaba a la ventana para tocar las castañuelas, contarme sus cosas, pedirme si le podía bajar la basura…”. La relación con los residentes de los pisos tutelados “se convirtió en una distracción que buscábamos cada día porque te necesitaban, nos necesitábamos, para no volvernos locos”.

Hubo un abuelo que casi no andaba y “salió corriendo el primer día de libertad” a los 90 años, y detrás, los auxiliares, a pararle. Hoy, Aitor corre cada día, es libre, y recuerda lo que tras la ventana, fuera y dentro, bueno y malo, alegre y dramático compartió junto al padre en un mal momento, durante la pandemia.