Los médicos le aconsejaron tomarse un respiro permanente. La rodilla izquierda le crujió otra vez y el mundo se le cayó encima. Se puso en manos de un fisio que le habló de “la lesión de pata de gallo” pero le puso de nuevo en circulación. A los 26, con el primer latigazo, hubo de pasar por quirófano y aguantar “seis años a tope”. Con 31, con pata de gallo o sin ella, ha podido volver a la cancha, ésta vez con una pala en la mano, para sentirse pelotari otra vez. Con Eloy, Juanan, Paco y otro ex manista, Ion López de la Calle, ha vuelto a disfrutar con la pelota. Se siente bien y en forma. Los médicos le habían aconsejado no jugar nunca más y a nada, pero Diego Murillo le ha sacado de las sombras y puede disfrutar de una nueva oportunidad.

Cuando quedamos para charlar un rato y hacerme con los ingredientes necesarios para labrar luego esta página, a toda prisa, aquí, en las oficinas de la Federación, mientras me hacía rebuscar allí donde pudiera haber unas gafas de protección, nuevas u usadas, aprovechando que Jesús Ángel se venía del pueblo para estrenarse en el frontón número 3 de Mendizorrotza junto a una pareja de viejos amigos de juventud, con los que tantas veces ha coincidido en los frontones, Viteri venía con el turbo incorporado; Iker Gereta e Iker Gereñu, “el maquinilla”, debían estar llegando. Yo cogí el pilot G-2 recién recargado y él se subió a la moto para tratar de llegar cuanto antes hasta el final. Imposible. Entre que llegó justo y que la hora del partido se le echaba encima, con tanta curva y memoria escasa, en desorden y continuos “me pareces”, llegamos a muy pocas y vagas conclusiones. Había que repetir, recapitular, buscar algún que otro dato fidedigno y una foto a la que no se le viera el flash del móvil. ¡Bárbaro!

Jesús Ángel Viteri Pérez nació el 5 de noviembre de 1981 en Lapuebla de Labarca, pueblo pelotazale y cuna de pelotaris, de capa caída pero cogiendo impulso renovado. Allí empezó, con 10 años cumplidos, en cuanto Dani le echó el ojo y le invitó a integrarse en el grupo de los chavales del pueblo con los que trabajaba. Iker Olano fue su primer compañero. El de El Villar y Viteri dieron juntos los primeros pasos en el torneo escolar, cuando Mikel Rafael e Iñigo Abad -“iba como un tiro” me dice de éste último- marcaban el ritmo entre los principiantes. También andaba por ahí Jaime Abascal y uno a quien le llamaban el rapao, “que nos sacaba un cuerpo a todos los demás y lo dejó pronto”.

Los últimos años, cuando más viajó y pudo disfrutar “de las otras cosas que nos daba la pelota”, jugó con la Rioja, por proximidad y cercanía, formando parte del equipo de Pradejón, en compañía de Garatea y Fernando Trapero, en el Campeonato de España de pelota. Cuando el cuerpo no le daba para más y sufrió la recaída, después de seis buenos años, tuvo que dejar de jugar y “abandoné lo que más quería”. No quiso saber nada de pelota. La desesperación y la rabia fueron tan grandes que algo se le rompió dentro y “dejé de ver pelota”. Ni tan siquiera fue capaz de visitar uno de los torneos en los que más disfrutó, el de Baños de Río Tobía, donde tantos años jugó, y ganó, dos veces junto a Iker Gereta, “compañero del alma”, contra zurdo de Baños y Untoria una vez y frente a José Ignacio y el bigardo Untoria la segunda, y también perdió, con Gereta, claro, y ante el dúo alavés formado por el látigo montañés Jauregi y el cañonero Pérez. Un pelotari fuera de la pelota, del deporte y su contexto. Hoy ha vuelto, quizá de otra manera, con un vuelta a empezar y diferentes objetivos.

Empezó con Olano y le siguieron compañeros como Joseba Casado, de Lapuebla como él, Enrique Rivacoba de Elciego, Aimar Muro, José Luis Santamaría? todos de la zona. Ganó y perdió pequeñas y cosas grandes. Tiene txapelas y trofeos desperdigados por casa. Subcampeonatos como el de Zaramaga junto a Santamaría, en cadetes, el de España de clubes de primera en 2010, subcampeón en Adurtza un año antes, subcampeón en mano individual de la Rioja, en el campeonato entre clubes de 2017. Y txapeldun del Master riojano de parejas de 2009, en el GRAVNI de 2003 de trinquete en mano individual, con cuatro entrenamientos con Jokin Larrañaga, para ganarle el título (40 a 39) al vizcaíno Martín en Lekeitio. Aunque el escenario no le iba y “siempre andaba justo de entrenos en esa jaula”, el material, menos vivo y potente que el usado en frontón, le permitía superar la falta de pegada y potencia, cualidades de las que adolecía su juego en pared izquierda, donde “había que ganarle” confiesan sus rivales, “era un seguro de vida, muy pelotari y hasta cansino”.

Con Gereta, en la final del Open de Álava ante Jauregi y Larrinaga, un mocetón que acabaría en Aspe, vivió uno de sus partidos más recordados. Uno especial, una derrota por la mínima, 21-22, tras ir ganando por 21 a 17. “Me di un palizón. Lo teníamos hecho pero mi compi fue incapaz de rematar la faena”. En positivo, y con Legorburu delante, destaca el triunfo en el Virgen Blanca, en el Ogueta, donde, o “estás bien o el frontón te mata y a pelota te come”. En el corto de Mendizorrotza protagonizó algún que otro parche -no era proclive-, “debías andar fino”, aunque era un pelotari regular como ninguno.

Me habla maravillas de Yoldi, un todo terreno, “ganador nato”, gran compañero con el que “un día jugué muy a gusto en Colmenar Viejo”. Pero sobre todos, Barriola, en lo alto, “un mito, un ídolo. En lo deportivo y como persona”.

Y me cuenta, en fin, las mil y una aventuras vividas en pueblos y frontones de media España. El viaje en sí, aunque luego, tras tres días fuera y dos partidos, tocaba trabajar “bien temprano, aunque hubieras llegado de madrugada a casa”. A bote pronto recuerda cómo se ponía el frontón en Vitigudino, cerca de Portugal, donde jugó por delante del estelar de Asegarce. O las dos veces que tuvo ocasión de jugar en el pueblo de Iniesta, contra Peñas en la zaga, con Rico IV y Matute de delanteros. Un frontón próximo a la casa del manchego del gol aquel de Sudáfrica, “cuyo padre y tío nunca faltaban a la cita”. En Fuentealbilla nada más. Y nada menos. Donde el genio ya compartía estatua muy cerca de donde Viteri más sabía disfrutar.