No era de Altzo, pero podía haberlo sido. Algunos le tildaban de Hércules, de gigante, pero ni era de Alicante ni era James Dean. Fue el menor de tres hermanos y vio la luz en Asoliartza, un recóndito caserío del barrio eibartarra de Amaña. Llegó al mundo en la Europa de la Primera Guerra Mundial, en 1918, circunstancia que no influyó en sus primeros pasos en lo que sería su vida, su gran pasión, su amor por la pelota, su fiel pelota. Ya desde la niñez su figura comenzó a proyectar sombras allá donde fuera. Fornido, alto, elegante guapo? Su cuerpo parecía curtido para emular a Johnny Weissmüller, como extraído también de una película del futuro, en la que el protagonista era más alto y más fuerte que el promedio de la población de una aldea como el País Vasco en el primer tercio del siglo XX? No tuvo que rechazar papeles cinematográficos porque su futuro venía escrito a sangre entre tres paredes: frontis, izquierda y rebote. Con sólo 18 años, en junio de 1936, su adorado Astelena le vio debutar como profesional. Era sólo un tal Miguel Gallastegi, alguien que con el paso de los años se convertiría en puntal y referente de la historia de la mano profesional. Don Miguel Gallastegi fue una especie de Alfredo Di Stéfano de la época, con otro acento pero genio de la lámpara sesión tras sesión. No remataba como el argentino, pero mandaba, avasallaba, apabullaba, cubría los cuadros largos como el señor de los anillos, como su tesoro particular, como un Bud Spencer soltando sus palancas a diestro y siniestro, a diestra y siniestra. Muchos no le vimos en acción, pero incluso hasta hace pocos meses, contemplando su sola presencia en las gradas del Astelena, se podía adivinar a un fortachón de pasado intimidatorio capaz de destronar al Pelé de la época, a la boina más grande que ha dado la historia de este deporte. Fue en 1948 y don Miguel Gallastegi se atrevió a hacer doblar la rodilla al mito de la época, nuestro Pelé, Edson Arantes do Juaristi, Atano III.
Tras 22 años de hegemonía absoluta, el genio azkoitiarra entregaba las llaves del Manomanista en favor de don Miguel. Un concluyente 22-6 dio por terminada una época para iniciarse otra. Todo pelotazale que se precie puede y debe degustar un maravilloso documento en forma de fotogramas en blanco y negro con la firma de Antonio Sarasua que permite ver en acción a ambos titanes en aquel duelo para la historia. Son imágenes al ralentí, que rezuman olor a historia viva, en una cancha blanca inmaculada como el Municipal de Bergara de la época, con aficionados con sombrero de ala ancha, un gigante mandón y un oponente de talle bajo superado por un ciclón, no el alavés, sino el eibartarra. Aquélla fue la primera de las tres txapelas que se calaría el de Asoliartza, doblegando en los posteriores choques decisivos a José Luis Akarregi.
Su carrera triunfal en el Manomanista se cerró en 1953, cuando rehusó disputar la final ante Barberito tras enfrentarse a la empresa, a la Federación y casi hasta al Papa. Genio, mucho; figura, también. Su inmenso poderío le hizo ser protagonista de innumerables duelos en desventaja, no sólo de programación sino incluso numérica. Bailó en solitario contra parejas, formó junto a delanteros contra tríos? Dicen que más que mandar en la cancha bramaba desde sus alturas, como un molino blandiendo sus aspas ante quijotes de pacotilla, soldaditos de plomo con gerriko. Así debía ser Handia, don Miguel Juaristi, quien en 1960, con 42 años, decidió bajarse del tren para pasar a ver los toros desde la barrera. Los domingos por la tarde su cita era en el Astelena, ritual que mantuvo casi hasta el final de sus días. Se hizo centenario en 2018, mismo año en el que Handia, la película, hizo historia al conseguir diez premios Goya. No relataba la historia de su vida, pero bien pudo haberlo hecho. Porque tanto uno como otro marcaron una época, fueron absolutamente únicos y la historia los recordará por ello. Don Miguel, handia entre los handias, ha dicho agur. Agur, don Miguel. Agur Handia.