BILBAO - Jokin Altuna se acodó en el campo de batalla como si hubiera estado en San Crispín y hubiera escuchado el verso profundo del Enrique V de William Shakespeare. El autor puso la voz al soberano inglés y le hizo gigante con una arenga que suena a eternidad, a humano. Es carne, venas y músculo. Todo corazón. La pluma de dramaturgo expuso que, ante un ejército que les quintuplicaba el número, bien merecía ir a Azincourt y, lo más probable, saborear tierra. Que merecía la pena el sufrimiento, drenar las venas sobre la tierra. Solo por una razón: el honor. La arenga es alma y orgullo. El amezketarra se reunió en el epílogo de la final del Cuatro y Medio, con la txapela en la mano después de un tratado de agonía en el debate contra Mikel Urrutikoetxea, fundido de coraje. Luchó contra los elementos y se erigió vencedor sobre las tablas del frontón Bizkaia. Tras revisitar bajas, caras y cruces, trasrecomponerse, tras guionizar su propia gloria. Vale la pena. Por más de una cuestión. Lo firma Jokin.
En los cimientos del partido, cuando Urrutikoetxea y Altuna III saltaron a la cancha, la cátedra y el retrovisor marcaron, muy equivocados por el desliz final del envite, que los derroteros pasaban por Zaratamo, que el favoritismo de su gran despliegue otorgado por la cátedra iba a marcar el tic tac del juego. Con todo, dos opciones para Jokin: o entrar en la dinámica y esperar el rodillo o romper el espejo de Lekunberri. La segunda posibilidad le venía tallada en su ADN, en su modo de observar el día a día en la cancha, una huida hacia adelante que se fusiona con un estilo artístico efímero: un gancho imposible, un dos paredes impensable, una parada de lujo? ¡Qué más da! El amezketarra vive con una bombilla encendida perpetua. ¡Eureka! La vida sobre el alambre, que tiene pros y contras. Sin embargo, la itinerancia en el trapecio es una gozada. La vida es ilusión. La ilusión es vida. La redención.
Ocurre que, con el guipuzcoano, todo electricidad, todo pundonor y experimento, la pelea por la txapela del Cuatro y Medio se transformó en una agonía en la que Urrutikoetxea, exquisito en el campeonato, encontró su momento más crítico. Fue un tremendo choque por peloteo y emoción, brillante por momentos, en el que el vizcaino asomó, casi desde los compases iniciales, enjaulado, sin soltura. Encadenado. Al final, el escapista fue Altuna. Mikel se soltó la melena cuando la tranquilidad le supo dar oxígeno. Después, aun con su fortaleza, estuvo rondando por las inmediaciones de Altuna III. Mal asunto. Al zaratamoztarra le faltó cruzar y encontrar ángulos, aunque en los golpes de poder dio con El Dorado y en el resto estuvo genial. Pero, en definitiva, le falló la arquitectura. Y, en esas, Altuna III leyó mejor lo que había delante. El de Amezketa fue cara y cruz, pero dio más veces con la bombilla. Fallo nueve tantos -dos faltas de saque incluidas- y encajó tres saques, pero pudo revolverse. Lo hizo de fábula. Fue su camino. Se lo forjó. Se acodó en el campo de batalla, cuando iban 14-10, y supo que merecía la pena. San Crispín. No le llegaron efluvios de 2016, cuando perdió la lana a manos de Oinatz Bengoetxea por un 22-21 doloroso. Tampoco le acosaron los fantasmas de tener que restar ante un buen sacador. Asumió que iba a haber errores y tiró hacia adelante. La fe. Altuna III saltó al Olimpo. Robó el fuego de los dioses. Prometeo.
Tampoco ayudaron a Urrutikoetxea, en un enfrentamiento tan ajustado, decidido por detalles, tres errores de los jueces -dos estorbadas y una pasa (18-17)- que le perjudicaron. Esos fallos quedaron zanjados de modo elegante tras la final.
imaginativo y arriesgado De cualquier modo, en un partido incandescente, Altuna se vio favorecido por su propia mirada. La honestidad de su propuesta, tan imaginativa como arriesgada, se tradujo en su primera txapela de Primera en el campo profesional. Lo hizo por un tanto, como perdió el año pasado. Justicia poética en una montaña rusa de partido, en el que se negociaron ventajas por los cuatro costados y, al final, fue un centímetro -un fallo de Urrutikoetxea con la izquierda, parecido al de la semifinal del Cuatro y Medio de 2016- el que puso el punto y final.
Fueron las distancias corriendo de un lado al otro y la primera, la de salida, quizás la más importante, fue para el guipuzcoano. Empezó con un 0-4. Buena pieza. Hizo regalos, expuso magia. Mikel no aprovechó los obsequios. Una falta de saque dio el primer disparo al de Zaratamo, que no cambió el patrón del partido. Una pasa del Cuatro y Medio le penó.
Tuvo que remar a contracorriente el zaratamoztarra a pesar de que, en momentos de peloteo, tenía el remate. Altuna III, gigante en defensa, le trajo por la calle de la amargura. Entre la solidez de uno, que en el 1-6 fue clave, y un yerro en el saque-remate (2-7), las esquinas se le pusieron opacas al de Asegarce. No acertó con el gancho. Tiró por otro guion: la pegada, poner peso al remate. El poder dio alas a Mikel. Fue su ariete. Así, cambió el signo de una racada (8-7). Jokin no hincó rodilla. Peleó. Estuvo 8-10.
Pero, en los mejores momentos del vizcaino, la tormenta perfecta abrió brecha. Jokin falló. Oxígeno. Mikel acertó. Confianza. Estuvo 14-10. La tónica continuó después sin que el guipuzcoano firmara su sentencia. Irreductible. Todo fe. El 17-14 fue un exceso de vista del amezketarra.
A partir de entonces se gestó la montaña rusa. Hubo igualadas en el 18 y el 19. Urrutikoetxea no cerró con el 20-19 y Jokin sacó lustre a un dos paredes inmenso. Estando 20-21, Mikel trabajó para acercarse. La igualdad acabó con un yerro de Urruti con la zurda después de que su rival recogiera un saque complicado y estuviera dominado. 21-22. Un ciclón y Altuna en medio: el fuego de los dioses, el honor. Epifanía. Merecía la pena agarrarse al partido y sobrevivir.