ANGLIRU - La última bala de Contador, la de plata, atravesó el corazón de la Vuelta a España, el Angliru, y se incrustó en la historia. En el disparo final del madrileño nació la leyenda de un ciclista que honró a la carrera hasta los estertores. Se colgó del cielo Contador, que lo asaltó con el eco de su ciclismo de tronío y valentía. En el Angliru, en el juicio final de la Vuelta, dejó su huella, profundísima, y clavó su bandera orgullosa. Ondea para siempre en el imaginario colectivo Contador, un corredor con una vitrina sensacional -vencedor de dos Tours, dos Giros y tres Vueltas- y del que también queda la mancha pringosa del dopaje. Eso todo y más es Contador, que cerró entre lágrimas su libro en el Angliru. Lo hizo como siempre vivió. Al límite. Se lo reconoció la afición, la cuneta que se desgañitó por él, que le prestó su aliento y sus piernas para que hiciera cumbre en su ocaso. Para que el sol derrotara a la niebla. En la retirada, a dos manecillas de los homenajes y las batallitas al calor del hogar, galopó Contador. Llanero solitario por un puerto imposible, el hábitat de Contador, que por mañana anunciaba su última batalla en la guerra cruenta del Angliru, la cumbre que decidió la Vuelta en favor de Froome, histórico su triunfo. El británico, el mejor desde el prólogo hasta el epílogo de la Vuelta, esprinta hacia la leyenda. Nadie, desde Hinault y antes Anquetil, pudieron saborear el Tour y la Vuelta en el mismo curso. Froome al fin pudo con el sueño que perseguía. Nibali, atemperado por una caída en el Cordal, no pudo equipararse al británico y será segundo tras ceder un puñado de segundos. Zakarin, el ruso zancudo, cerró el podio. A Kelderman le arrugó el Angliru, el disparadero de Contador, el maravilloso hombre bala que hizo de la Vuelta una traca final. A la espera de los fastos de Madrid, de un podio al que no pudo agarrarse el madrileño, el ciclismo recordará a Contador agarrado a su revólver. Acariciando el gatillo. Dispuesto a morir o a matar.
El último día, Contador se regaló una montaña. O las montañas que caben en el Angliru, la cima que en sus entrañas guarda los pasajes de su vida. En la mole asturiana respiraban París, Milán y Madrid, también Verbier, donde empezó a ganar el Tour 2009 o el Mortirolo, donde se catapultó hacia la victoria en el Giro del 2015. El amarillo, el rosa y el rojo. Todos los colores de Contador, que también vistió el negro del dopaje. Personaje imprescindible de una era, Contador, solo podía despedirse como lo hizo en el Angliru. A lo grande. No se conoce otro Contador, el que disfruta con el protagonismo y la fanfarria. Con esa banda sonora que le acompaña envidó en el descenso del Cordal, donde Nibali, que quería presionar a Froome, se fue al suelo. El Tiburón se ahogó con tanta agua. Se raspó la moral y cuando reresó con los mejores en un descenso de espejo, de asfalto líquido, supo que el Angliru no le dejaría acechar al líder, que navegó con pericia, desplegadas las velas del Sky. Se le rasgaron a David de la Cruz, que tuvo que abandonar la carrera.
En esa cascada emocional, Pantano cogió de la mano a Contador y se lo llevó para delante, a surfear la historia. A por el mito. Enric Mas, Marc Soler, Bardet y Adam Yates, que perseguían a Marczynski le dieron le bienvenida en el dobladillo del Angliru, la montaña que devora voluntades. Pantano, todo entusiasmo, tiró de Contador hasta que reventó. Entonces, Enric Mas, criado en la Fundación Contador, hizo una reverencia al madrileño. Genuflexión. En una imagen se mezclaban el pasado que aún es presente, Contador, y el futuro que perfila el mallorquín. A Mas le nombró Contador durante la Vuelta como su heredero. Contribuyó Mas con su esfuerzo a la aventura de su padrino en una señal de agradecimiento difícil de maridar con la alta competición. Rueda amiga. A Contador no le veía así Kelderman, dispuesto a defender el podio, que peligraba con la apuesta del madrileño, que amasó una renta de 40 segundos.
una subida para la historia Lo quería todo Contador. La vida es sueño. Mas, Soler y Yates... no pudieron resistir su estruendo, su afán ilimitado en una montaña que tal vez algún día hagan suya. El Angliru era de Contador, le pertenecía. Le abrazó con la fuerza con la que los niños estrujan a los peluches. Su entusiasmo de juvenil le impulsó en unas rampas del demonio. Se puso de pie, general en plaza, y se descorchó para siempre. Burbujeante. Champán para la afición, una montaña volcada en Contador, que subía con un país a su espalda. A lo loco. Desabrochada la camisa de fuerza, el madrileño batió las alas con fiereza incluso en la Cueña les Cabres, una paredón. Froome, acoplado al enorme Poels, se aproximaba a Madrid en cada metro que le restaba al Angliru, un puerto majestuoso, salvaje, estremecedor y paralizante. En sus cuestas, Contador lanzaba cartuchos de dinamita con alegría. El temor llegó a oídos de Nibali, que no estaba para atacar. Corría el siciliano para no perder cuando Contador dispuso de más de un minuto de renta. Zakarin y Kelderman se apresuraron, pero al holandés le dobló la montaña. Froome, sereno, alineado tras Poels, sabiéndose intocable, el mejor de la carrera, gestionaba la subida con su pantalla de ambición. Irreductible, Contador solo escuchaba el redoble de su corazón, el engranaje de su ciclismo. Cuando encauzó el último kilómetro, a Contador le perseguía la aceleración de Poels y Froome, que se despegaron de Nibali, sufriente, Zakarin, resistente, y Kelderman, deshilachado, para celebrar con una sonrisa el triunfo en la Vuelta. Contador, que siempre corrió de frente, no miró al retrovisor. Se cuadró, desenfundó, y cerca del cielo, en el Olimpo del Angliru, disparó su leyenda.