marsella - A un segundo de la Luna. A un segundo del sueño. A un segundo de la gloria. A un suspiro del podio de los Campos Elíseos de París, donde reinará Froome por cuarta ocasión. El británico conquistó el Tour desde la calculadora. Urán fue segundo, a 54 segundos. Bardet, tercero, a 2:20 y Landa, a 2:21, cuarto. La vida, en un segundo. La de Mikel Landa no volverá a ser igual después de rubricar un Tour monumental, tallado por un ciclista enorme, tan grande como irreverente. Un segundo... Y si no hubiese bebido ese trago en la crono... Y si en el Izoard no hubiera esperado a Froome... Y si el Sky hubiese corrido menos tras él y Contador en Foix... Y si en Serre-Chevalier hubiese dado media pedalada antes... Y si no hubiese tenido que acarrear tanta carga... Y si no hubiese tenido que picar tanta piedra en la mina... Probablemente a Mikel Landa, de natural inconformista, le martillee el condicional, le pellizque la imaginación de lo que pudo ser y no fue y le desvele un segundo que ocupará un pasaje en la historia del Tour. Un tic. Sin tac. La gota malaya. Una tortura. París bien vale un segundo. Tal vez hoy Landa emule a Vinokourov, que se despegó el tiempo necesario para conseguir un mejor final en 2005 al rebasar a Leipheimer y ser quinto en París. Nada es descartable con Landa y su bandera del orgullo y el arrojo de por medio. Tibias y calavera. Pirata.

El alavés aterrizó en Düsseldorf después de un Giro imponente y salió de Marsella doctorado cum laude en el Tour, la que carrera que no le entusiasmaba pero a la que ha amado apasionadamente hasta arrebatar el corazón a la cuneta, que venera a Landa y su ciclismo rebelde, iconoclasta, alejado de la ortodoxia. El cuarto puesto de Mikel Landa, plegado y leal al extremo en favor de Froome en los miles de kilómetros de la Grande Boucle, es una respuesta estratosférica a un Tour para los arcanos, el cuarto de Froome, que cerró el debate en Marsella con una crono en la que dominó entre los mejores. Goleó Froome en El Velodrome, donde venció Bodnar. Landa pegó al palo, pero su jugada fue fantástica. La memoria siempre recordará a Landa, que corre para la gente, para el imaginario colectivo. La Holanda de Cruyff no conquistó ningún gran título, pero no hay nadie que no rememore a un equipo sublime, rebelde, a contracorriente, artístico y divertido, que llenaba las miradas, que emocionaba. Landa es la misma idea. Su formidable respuesta en la contrarreloj, a 45 segundos de su jefe, le proyecta al porvenir como una estrella que brilla como ninguna otra en el firmamento ciclista. Lo sabe Froome, que lo advirtió en el Izoard. “Landa puede ganar un Tour”. Nunca se sabrá si pudo ser este. El vaticinio del británico no es la bola de cristal de una pitonisa. Froome reconoció el soberbio Tour de Landa, que será uno de sus grandes rivales en el futuro cercano. El alavés confirmó letra a letra su capacidad en la carrera francesa.

Landa, desatado El maldito segundo que le faltó a Landa salvó de la guillotina a Bardet, a punto de asistir a su propio funeral envuelto por la bandera de Francia. La gran esperanza gala aventaja en 1:13 a Landa. El murgiarra le arrebató 1:12. Fue un fundido a negro en Marsella, donde Bardet perdió la segunda plaza ante un sólido Urán y a punto estuvo de padecer una derrota mayor ante una afición que abucheó y pitó a Froome. A Bardet le rescató la providencia en una contrarreloj que le devoró por completo. Sometido a un presión asfixiante, -la salida de El Velodrome con un empuje propio del fútbol- fue un suplicio para Bardet, que se enterraba a cada pedalada por el peso de la patria y de un país al que le duele el Tour sin gloria. Demasiada pena acumulada desde que Hinault festejó su conquista en 1985. Bardet fue un zombi en Marsella.

Landa, que apenas se ganó tres planos en el thriller de Marsella porque nadie le esperaba, demostró su enorme progresión en la crono. Como Steve McQuen, Landa se come la cámara y a los rivales. Así se ha paseado por el Tour, como una luminaria, le persiga una cámara o no. En el primer punto cronometrado, el alavés taladró la moral de Bardet, que no tenía brújula, perdido en su soledad, dando vueltas a su propia existencia, con la cara arrugada entre el cansancio el estupor. Había dicho la víspera el francés que quería ir como un avión, pero su velocidad se asemejaba al de un pesado y oxidado tractor. Lento, fatigoso, chirriante. Landa se subió en un cohete. Como el maravilloso hombre bala, el alavés continuó volando en un Tour que ha visto desde el cielo, en un plano cenital. Landa, el ingrávido. El alavés apretó aún más la corbata de Bardet en la colina que partía la crono. En las rampas que vigilaba Notre Dame de la Garde, Landa, la mejor noticia del Tour, danzaba su bicicleta. Bardet se hundía en ella. Ni sentado ni de pie. Al francés ligero le sepultaba el peso de un país. Landa, que se aleja de la trascendencia y de la grandilocuencia, que disfruta del goce por el goce, le clavó 44 segundos en el paso por la colina.

El escalador francés era una imagen sufriente, una cara sin alma. Una calavera. Ciego, abrumado por la fatiga. A cada metro más ahogado. Nada que ver con Landa, sereno, contundente, afilado. El alavés se alió con el crono, algo impensable tiempo atrás. Con el maillot burbujeante del Sky, se estiró como nunca antes Landa. El murgiarra ha adquirido el duende a base de entrenar con la bici de contrarreloj. Su determinación hizo el resto. Landa tiene mentalidad de campeón. A Landa no le entusiasma eso de del ciclismo de pantalla y terminó el día mirándola. Haciendo cálculos. Contando segundos de agonía. Le faltó uno, el último, el que se hubiese llevado a Bardet por delante, un chico desvalido, en shock, absolutamente desorientado cuando finalizó la crono. Se sentó en el suelo y esperó el veredicto del reloj. Asustado, muerto de miedo, hasta que le indultaron por un segundo. Un tic. El sonido del podio. La distancia a la Luna.