Plateau de Solaison - “Habrá fuegos artificiales”, dijo Porte cuando aún no sabía que la realidad sería incluso más ardiente que la imaginación. El último día ardió de punta a punta el Dauphiné, convertida la carrera en la hoguera de las vanidades, las que siempre impulsaron el ciclismo añejo, el que se escribía desde el orgullo y la ambición. El caos iluminó la carrera de tal modo que Fuglsang alcanzó la gloria, como aquella Dinamarca a la que nadie esperaba en el Eurocopa de 1992.
Un outsider que derrocó a todo el establishment. A Porte le derrocó Fuglsang por la bendita bonificación que le dio su estruendosa victoria de etapa. “Ha sido increíble”, resumió el danés sobre una jornada para la memoria y los arcanos porque se retornó a los orígenes, al ciclismo salvaje, indómito. Un ciclismo sin fórceps, pura estampida. Estrategia de tierra quemada. El cierre del Dauphiné fue un incendio magnífico, repleto de pirómanos con ganas de contemplar el coloso en llamas. “Algunos preferían verme perder y han perdido el podio”, reflexionó Richie Porte, quemado por no ganar.