OROPA - Cuando las neveras eran un objeto de lujo y tener una significaba un inequívoco símbolo de status -Angiolina, la madre de Fausto Coppi, nunca supo qué hacer con aquello que le regaló su hijo y Coppi jamás le explicó para lo que servía, así que el electrodoméstico no dejó de ser un simple armario-, el Giro se comunicaba a través de radio, la voz inconfundible de Mario Ferretti, en la RAI. Allí donde las ondas no alcanzaban y las antenas se enredaban, el Giro se vivía con el boca a boca. Era el lenguaje de los tifosi, de la Italia que desbordaba la cuneta de la posguerra para ver a sus héroes. Una Italia a gritos. Pasión por la vida. De aquellos años, se desprendió una sola voz: “Arriva Coppi”. Era el aviso de que Il Campionissimo se abría paso hacia el infinito. Era la señal del advenimiento, el ciclismo a.C y d.C. La historia del Giro se cataliza a través de Fausto Coppi, el hombre que nació en Castellania. De ese pueblo minúsculo, apenas 90 vecinos atados al destino de la agricultura de supervivencia, donde la casa familiar de Coppi se convirtió en un museo sobre la efigie del ciclismo italiano, partió la jornada de ayer. Ante la tumba que honra la memoria imperecedera de Fausto, muerto a los 40 por la malaria, se retrató Tom Dumoulin, el rosa acariciándole la piel. En el lugar en el que nació la mayor leyenda italiana, alumbró un ciclista de largo alcance. Dumoulin, líder del Giro.
El holandés, la percha de Indurain dibujándole el perfil, un contrarrelojista excepcional y un escalador de aliento largo, conquistó el Santuario de Oropa, donde se reza a la Virgen Negra. El Giro tiene otro ciclista que venerar. El holandés, que aletea como una mariposa y pica como una abeja, destempló a Nairo Quintana del modo que lo hacía Indurain. En una ascensión portentosa a Oropa, en la cima Pantani, Dumoulin abrillantó su trono. En un lugar tan significado, en una etapa repleta de simbología, Dumoulin fue Coppi en la salida y Pantani en la meta. Demasiado para el resto. El holandés le dio un tono más solemne al rosa que luce desde que voló en la crono. Sus alas también sirven para la montaña. En Oropa fortaleció su gobierno. Se coronó Dumoulin por delante de Zakarin y Landa, fantástico el murgiarra, del que nunca se sabrá hasta dónde podría haber llegado si no fuera por aquella maldita moto que le tiró de la general. Landa mantuvo la mirada al líder hasta que este decidió arar el adoquinado que daba al Santuario, un calvario para Quintana, desvencijado ante el arrebato de Dumoulin, que colocó los brazos en cruz sobre el manillar para crucificar al colombiano. El holandés, un martillo pilón, clavó a Nibali, Pinot y Nibali, desencajados, abrumados.
Dumoulin, que decidió pasar hambre en invierno para ser más liviano en su pelea contra la ley de la gravedad, resolvió con una exhibición el constate asedio al que le sometió Quintana, arengado el Movistar en las rampas del Santuario, que pretendían convertir en un infierno para Dumoulin. La guardia de Quintana enfiló la subida después del fogueo de Diego Rosa y el intento de Igor Antón. Les cosquilleaban las piernas a los peones de Quintana. Hierático, Nairo se quedó a la espera para dar carrete a la ofensiva. Dumoulin, reflexivo y sereno, apagó el radar de rastreo y se centró en su respiración. Metrónomo. Anacona guiaba a Nairo hasta que Pozzovivo, inquieto, picajoso, un colibrí, alteró el paso después de asomar Adam Yates. Fue la señal. El banderazo de salida que apresuró a Quintana. El colombiano propuso un ataque marcado con la claqueta. Plano a plano. Dumoulin, poderoso motor el suyo, elevó la vista por encima de las gafas. Observó el despegue del colombiano, pero decidió enclaustrarse en su latido. Del mismo modo reaccionó Mikel Landa, el rostro relajado, el maillot abierto a la refrigeración y las piernas calculando la estrategia. Nibali, que sube sentado como Dumoulin pero que no se aproxima a su trote, perdió brío cuando el líder elevó el tono de su propuesta. Se puso en modo persecución el holandés. Accionó el piloto automático Dumoulin. Para entonces solo Landa y Zakarin le escudaban el apogeo. Pinot, que mandó a su equipo con el látigo antes de la subida, se quedó sin chasquido. Apagado y quejoso.
Pletórico líder Quintana subía sin tomar demasiada altura. Como si al voltaje no le llegará todo la electricidad. Chispeaba Quintana, mientras Dumoulin calaba como el sirimiri, con ese constancia que acaba por empapar los huesos. El holandés, en un soliloquio absolutamente maravilloso, sacó la tijera y cortó la desventaja. Ágil el pedaleo, Dumoulin allanó Oropa y atrapó la rebeldía de Quintana a poco más de un kilómetro de meta. Quizá en otro tiempo o como le ocurrió en el Blockhaus, -donde dudó y no se atrevió del todo-, el líder hubiese firmado un empate con Quintana en Oropa, que lejos de ser su mejor escenario, no dejaba de ser una victoria. Dumoulin no es el que era y fue más que Indurain en la ambición. Cuando alcanzó a Quintana, con Zakarin y Landa en el petate, el holandés se transformó. Eligió su destino.
Cargó con todo el holandés y Quintana, que iba encerrado en su maillot, se quedó desnudo. Dumoulin, desencadenado, -su ascensión a Oropa solo fue 30 segundos más lenta que la realizada por Marco Pantani en 1999- se agigantó. Un coloso. Quitó las bridas del turbo y aniquiló a Zakarin. Antes fundió a Landa, que completó una ascensión magnífica, pero insuficiente ante Dumoulin, que no tenía freno ni retrovisor. Allí acampó Quintana, que acumuló 24 segundos de pérdida, bonificación incluida. Peor le fue la ecuación a Nibali y Pinot, deshilachada su conexión al Giro, que a la espera de las cumbres sagradas enfatiza al holandés. En Oropa gritó su anunciación. Italia vocea: ‘’Arriva Dumoulin”.