donostia - Antes de que se soltara los clavos y abriera los brazos de pura felicidad en el Boulevard de Donostia, De la Cruz dudaba y preguntaba en Gasteiz. De capital a capital. Le ronroneaba la preocupación. El recorrido y la vestimenta le inquietaban. “¿No habrá un muro asqueroso de esos en Aia, no?”, lanzaba. “Se sube por otro sitio. No hay paredes. No te preocupes”, le aclararon. Esas palabras serenaron a De la Cruz, con la sonrisa abierta, relajado ante la nueva buena. Todo cambiaba. Otra perspectiva. Mejores vistas. Donostia bien las merece. Después se acordó del frío tras un par de días de sol. Vencedor de la última etapa de la carrera del Sol, la París-Niza, De la Cruz sopesaba si llevar perneras o colgarlas en el perchero. Optó por protegerse las piernas. Dio con la temperatura ideal. “Ya tendrás tiempo de quitártelas”, le aconsejaron. Lució las piernas.

Gafitas, como le dicen algunos por unas gafas exóticas que lució tiempo atrás, se colocó las gafas de competición, más sobrias que aquellas, y se despidió con alegría envuelto el cuello en un buff fosforito. Alegría para el gaznate. La bienvenida en Donostia, en la meta de la Clásica, fue aún más dichosa. Etapa y liderato, dos en uno. Hizo lo mismo cuando venció en el Naranco en la Vuelta a España. Doble victoria. Entonces no tenía puestas las perneras. Tampoco las necesitó ayer en su traca de fuegos artificiales en las rampas de Igeldo, donde olió el rastro de pólvora de Cherel, para explotar después sobre el cielo de Bahía de la Concha. Al decorado solo le faltaron los helados.

La fogosidad de David de la Cruz, la misma que le sirvió para dejar el supermercado, largarse del pupitre y subirse sobre la bicicleta a los 18 años, iluminó el círculo de tiza que reunió a los favoritos, rehabilitada la Itzulia. “Yo no tenía coche, me sentí libre por primera vez cuando tuve mi primera bicicleta. Podría ir a cualquier lugar que quisiera”, solía contar el catalán. Ayer eligió Donostia, donde Kwiatkowski y Valverde, segundo y tercero, respectivamente, se encararon con el temerario McCarthy, que les arrastró contra las vallas en el sprint que perseguía el empuje tremendo de David de la Cruz, arrebatadora su actuación. A Valverde tuvieron que sujetarle la furia para que no enganchara a Jay McCarthy, que no es nuevo en esos manejos feos. La belleza pintó a David de la Cruz, sin cruz. Nada tan bonito como el laurel en un ciudad de postal, que padece el síndrome de Stendhal. La llegada a Donostia convalidó el renacimiento de la Itzulia, que salió del spa para entrar en la madriguera, donde posó la promoción de favoritos, Contador, Izagirre, Valverde, Henao, Kwiatkowski en la misma fila. Solo Simon Yates se cayó del pedestal.

El inicio de la Itzulia A la hora del desayuno, aún moqueante el día, gris pizarra el cielo, tristón, el aire afilado, Pello Bilbao lo tiene más claro que el tiempo, que no sabe si se va a iluminar o va a permanecer en duda. Ni fu, ni fa. “Hoy empieza la Itzulia”. Esa creencia reverbera en Eugenio Goikoetxea, director del Caja Rural. “Esto empieza hoy”. Dos etapas de inventario después, amortizado el paisaje, enmarcada la postal turística, se encendió la carrera, aletargada hasta ayer, enroscada en la comodidad. Al fin, la Itzulia se asemejó a su recuerdo. Reconocible frente al espejo y recuperado el perfil quebrado que le trazó el ánimo, su personalidad. “El que no esté delante en Mandubia, ya puede coger fiesta”, pronosticó Goikoetxea. Como la fiesta, salvo la de meta, tiene más significado de réquiem que de otra cosa, nadie quiso presentarse en el salón del festejo antes de tiempo. Apagada la cháchara de la sobremesa, que tanto reloj comió en días precedentes, se afiló el colmillo y se formó un grupo con Antonio Nibali, Howes, Capecchi, De Marchi, Rossetto, Montaguti, Fuglsang, Courteille y Pardilla.

El Sky, que envuelve a Sergio Henao, no tardó en subrayarse, en mostrar la pechera de general. Tamborrada camino de Donostia. En Santa Ageda, la cumbre que lleva nombre de mártir, comenzó el redoble. Solo faltaba el sonido de corneta que acompaña a los pasos de Semana Santa. Gesto serio, ritmo doliente. Era el preludio de una sonata con quejío. Por delante caían las cuentas del rosario a medida que los dientes de sierra mordían las piernas. En Alkiza, Fuglsang, De Marchi y Montaguti eran los únicos que se sostenían ante el desfile de Lotto y del Movistar, que agregó sus baterías a la caza. En Andazarrate, Fulgsang y De Marchi, los últimos en entregarse, eran historia. Matthews se agarró con los dientes al sufrimiento. Amarillo pálido. Funambulista en la cuerda floja que se cimbreaba en Aia, que derribó los muros. Sin tabiques, no se precisaban pertiguistas, pero sí piernas que soportar los chasquidos del látigo.

Zafarrancho de combate A un palmo de los pies de Igeldo, una montaña de diversión, se abrieron las trincheras y el hospital de campaña. Valverde, herido. Gorka Izagirre le suturó con un cambio de bicicleta. Un rasguño en Orio. Herida profunda para Simon Yates, pie a tierra, esperando una rueda que le tapase el pinchazo. Yates perdió aire. Se le desinflaron las opciones en meta. El ventilador lo encendió Kiryienka. Tremendo su fa sostenido hasta que comenzaron los trallazos. Un akelarre. Cherel detonó la carga. De la Cruz, sin perneras, pero con las piernas alegres, en combustión, bailó claqué. Compañeros de cordada hasta que Cherel se quedó sin pulmones. Piernas inanimadas. De marioneta. De la Cruz no lo dudó. Por la mañana se le fueron las nubes que le carcomían y le agujereaban la moral.

Aligerado, rascado el plomo de la preocupación, levitó. A su cola, se agitó la coctelera. Sergio Henao mostró la bandera de Colombia en las herraduras. Probó suerte. Le colocaron las esposas. Izagirre lució los galones del Bahrain. Casco dorado. Ciclista de oro. Atacó con ferocidad y Urán se subió a su rebelión en Igeldo. Sky y Movistar les aspiraron sobre el falso llano. Reunidos los favoritos, tachado Matthews, asfixiado, De la Cruz continuó con su huida. Ganada la terraza de Donostia, se lanzó cuesta abajo con el entusiasmo de los críos que se sube en las vagonetas de la montaña suiza. Un puñado de segundos en sus alforjas. La persecución, “una crono” desde que supo que caminaría solo ante el peligro, le dejó con la cabeza enroscada en el manillar y los brazos cruzados sobre la tija. En el Boulevard, los desastó. Abiertos de par en par. De este a oeste. Donostia, a sus pies. De la Cruz, a pierna suelta.