Hay algunas características y emociones que permiten detectar atletas especiales. Independientemente de su disciplina, hay algunos factores que confluyen en casi todos los genios. El talento natural, la precocidad, el carácter para elevar su nivel en los momentos más críticos, la habilidad para ofrecer un extra que separa a los muy buenos de los elegidos, el deseo irrefrenable de ganar, la mentalidad granítica... Pueden echar un vistazo a todos los deportistas que han dominado sus deportes e identificarán fácilmente estas virtudes. Algunos de estos fenómenos además cuentan con intangibles que les hacen realmente singulares: el carisma y la capacidad de transmitir. Todo esto en un mismo recipiente nos ofrece deportistas que trascienden a su campo e incluso tienen la fuerza para transformarlo, bien en el plano puramente deportivo o también como producto del entretenimiento. Michael Jordan, Valentino Rossi o Tiger Woods son tres buenos ejemplos. Todo eso, las condiciones, la inmediatez y el corazón se advierten con facilidad en Jon Rahm, un atleta al que merece la pena acercarse aunque no sean aficionados al golf. Pocos deportistas han transmitido tanto como Rafa Nadal en las últimas décadas. Quizás haya gente que no vuelva a ver tenis cuando se retire el español. En el fondo, como aficionados al deporte no buscamos tanto el juego en sí como lo que podamos sentir mientras estamos frente a la pantalla, y los valores son comunes independientemente de que se juegue con un balón, una raqueta o un volante. Tienen que ver más con la persona que con el deporte. En un deportista, por lo general, atendemos a varias cosas. Que exista un vínculo geográfico. Que gane más que pierda, al menos al principio. Porque está muy bien la negación absoluta a la derrota que muestra Nadal en cada partido, pero si la gran mayoría empezó a prestarle atención es porque vencía casi siempre. Que debajo del deportista haya algo más y sus valores y forma de expresarse mientras juega se parezca a nuestra filosofía vital (o a la que aspiramos).
De Jon Rahm se pueden decir muchas cosas. Que en apenas cuatro torneos consiguió la tarjeta para jugar en el PGA esta temporada. Que solo le costó doce eventos como profesional ganar por primera vez en el circuito. Que es el único jugador que ha sido nombrado en dos ocasiones mejor golfista universitario de Estados Unidos. Que en menos de un año se ha metido entre los mejores 25 jugadores del planeta. Que en su debut en México el pasado fin de semana en el campeonato del Mundo fue tercero y a falta de tres hoyos era colíder. Mirando al futuro, se puede apostar también porque ganará un grande. O varios. Incluso no sería una locura aventurar que un día será el número uno del ránking. ¿Pero saben qué? Lo mejor es que lo vean, aunque no les guste el golf. Seguramente piensen que es muy difícil transmitir con un palo. Pero este tipo lo consigue. Rahm no es la efeméride de arriba. Rahm es atreverse a decir que está en esto para intentar ser el mejor de la historia. Es un putt imposible de 18 metros para cerrar su primera victoria. Es no tener miedo a nada. Es saberse desde el primer día que su lugar está entre los mejores. Es mantener la cabeza fría y el corazón caliente cuando empiezan los nueve últimos hoyos del domingo y está en condición de ganar. Es trabajo, humildad y pasión. Es creatividad, potencia y destreza. No hace falta saber lo que es un passing o un winner para levantarse del sofá cuando juega Nadal. Nuestros sentidos nos permiten reconocer el arte aunque no lo comprendamos. Tampoco es necesario entender de golf para disfrutar de Rahm. Puede ser el mayor tesoro de un deportista que tiene todo lo demás para marcar una época.