Me gusta ganar, me da miedo perder”, reconocía Lance Armstrong. En su temor a la derrota, el estadounidense, obstinado, obsesionado con el triunfo -“cuando tiene un objetivo nada se interpone en su camino”, le describió Tyler Hamilton, excompañero suyo en los años salvajes- construyó un imperio nunca antes visto, vencedor de siete Tours. Armstrong elevó su catedral, su torre de marfil, sobre los pilares del dopaje, la mentira y el matonismo como método intimidatorio para abatir enemigos. “Con él, no había término medio: o estabas a favor o en contra”, resuelve Hamilton. De esa poderosa personalidad, la de un tipo de Texas dispuesto a superar la historia hasta ser más grande que el propio Tour, reflexiona The program, el filme recién estrenado que describe la gloria y la miseria del corredor en un viaje por el sótano del ciclismo, el territorio de la trampa y la omertá. El ciclismo tiene mucho de cine mudo, de dejar que el metraje continúe hasta que se termina la función. Los silencios y la equidistancia narran demasiadas historias truculentas. En ese ecosistema reinó la corona de Armstrong, siempre proclive a elevar la voz, a dictar las leyes, a humillar a quien sospechara de sus logros.

A Armstrong le recibió una negativa en sus primeras consultas con el doctor Michele Ferrari. “Has nacido para perder”, dicen que le espetó a Armstrong. Gurú del dopaje, capaz de sostener sin rubor que “tomar EPO es tan malo como beber zumo de naranja, solo te pone en peligro si la ingieres en grandes cantidades”, Ferrari conocía con exactitud cómo administrar las sustancias dopantes para que a Armstrong le salieran alas entre 1999 y 2005, cuando impuso su dictadura de triunfos y el terror de su ley del silencio. Agarrado a su biografía, a la de un superviviente del cáncer, el norteamericano hecho a sí mismo, redactó una epopeya fantástica, la de un milagro, la del nuevo mesías del ciclismo. Un Lázaro. Levántate y anda. En la trastienda de esa novela, Armstrong movía los hilos de un siniestro y ventajista juego de marionetas. Un truco con doble fondo. La magia del dopaje como sostén de sus ejercicios de prestidigitador. La EPO, la testosterona, la hormona del crecimiento y las autotransfusiones eran parte de su equipaje durante sus años de competición. Ese mismo ajuar lo compartían sus escuderos. Aleccionado por Ferrari, Armstrong ideó una trama excepcional para esquivar las evidencias de su trampa. Le aterraba la idea de que los controles antidopaje revelaran el secreto íntimo del éxito del gran héroe americano.

Porque la de Armstrong fue la historia de un Gary Cooper en Solo ante el peligro con los valores y la ética retorcidos, distorsionados por su insaciable ambición. A Armstrong solo le alimentaba la victoria. Nada le consolaba cada vez que competía y por eso gestó el sistema de dopaje más avanzado que ha conocido el deporte según aseveró la Usada, el organismo que persigue el dopaje en Estados Unidos y que derrotó la gran mentira de Armstrong. Antes de la aparición de los sabuesos del gobierno federal, Armstrong gobernó cada pulgada del Tour con mano de hierro. El caudillo del ciclismo, que amasó una gran fortuna entre premios y patrocinios, se soliviantaba si alguien le torcía el gesto porque no creía en su epifanía. Epítome de la lucha contra el cáncer, desde su fundación Livestrong, Lance Armstrong recaudó millones de dólares para combatir la enfermedad. Lejos de esa idea, en Francia vapuleó con la mirada azul, fría, inmisericorde, a todos sus rivales. Nunca soltó la presa. El texano no hizo prisioneros.

Un gran tramposo David Walsh, un periodista que trabajaba para The Sunday Times, fue una de sus piezas de caza. Lo quiso en su vitrina como los maillots del Tour que cuelgan de las paredes de su casa. “Mi resolución para este año nuevo es contarles la historia de un gran tramposo”, dejó escrito el periodista en el año 2000. El redactor no creía en la capa de superhéroe que envolvía a Lance Armstrong. Siempre sospechó que las hazañas del norteamericano tenían mucho de farmacología y trabajó con la intención de desenmascarar al texano, morador de los Campos Elíseos de París entre 1999 y 2005. Mientras Armstrong se exhibía, Walsh escrutaba sus hiperbólicas actuaciones bajo la lupa de la desconfianza. A sus investigaciones agregó las voces de Betsy Andreu, esposa del ciclista Frankie Andreu, compañero de Armstrong en los años locos, o la de la masajista Emma O’Reilly, que subrayaban con sus testimonios el dopaje sistemático de Lance y sus muchachos.

Sucedía que la argumentación de Armstrong sobre su limpieza la sostenían los análisis de sangre y orina, que no detectaban sus trampas porque también contó con cómplices para ello. “Yo soy Lance Armstrong y él es un jodido don nadie”, decía sobre Walsh. La defensa de Armstrong siempre fue un ataque. El norteamericano demandó en los tribunales al periódico inglés por sus informaciones y ganó. The Sunday Times tuvo que pagar un millón de libras. Además, Armstrong logró aislar al periodista del resto. Le condenó a la soledad mientras muchos le jaleaban, adscritos al fenómeno fan. Nunca fue suficiente para el texano, que acalló a cualquier disidente mediante amenazas y coacciones dentro y fuera del pelotón. También empleó el soborno para que no se supiera la verdad de su prodigioso vuelo.

Sus alas, demasiados expuestas, las quemó el sol de la soberbia. Quiso ser un dios y fue Ícaro. La cera de su impunidad la derritió la investigación de la Usada, que recopiló datos, testimonios y pruebas que negaban la deidad de Armstrong en un amplísimo informe que tumbó punto por punto la credibilidad del texano. Acorralado, desposeído de los siete Tours, manchados por el embuste y la trampa, Lance Armstrong confesó en enero de 2013 ante Oprah Winfrey que sus victorias eran la herencia del dopaje masivo; de las jeringuillas y las sustancias prohibidas. En la entrevista que ofreció como acto de contrición prometió que llamaría a David Walsh para disculparse. La llamada no ha llegado aún, pero sí el dinero de la demanda, reembolsado al periódico que siempre dudó de la fascinante historia de Armstrong, que es ahora una película. “Esta historia era perfecta durante demasiado tiempo, vencer al cáncer, se casa felizmente, ganas siete Tours”. Bienvenidos a The program.