orio - Antes de la primera pedalada, incluso antes de que Tomás Amezaga, mecánico del Movistar, ajustara la presión de las ruedas de la bicicleta de Nairo Quintana en Lesaka, se corría la etapa en el rodillo de las redes sociales, el tablón de anuncios para el ciclismo. La Vuelta al País Vasco colgó el parte meteorológico: frío y lluvia camino de Orio. Resignación. Hombros arrugados. Desde el cielo del Sky, Xabier Artetxe fotografiaba un plano cenital de la caravana británica, donde reposaba Mikel Landa, pintado de amarillo a vista de pájaro. Artetxe escribía en inglés. El idioma del Sky. Ciclismo anglosajón. “Preparados para la batalla”, advertía con el muro de Aia en el horizonte. La última frontera. Ciclismo zombi. Contador, un guerrero a sol y sombra, lanzaba su predicción con otro tweet. “Será un día duro”. En el mensaje agregaba el perfil trampero de Aia, sus cepos metálicos y punzantes. Crueles. Forja para un pasaje tenebroso. Dientes que devoran los músculos a mordiscos de cocodrilo. El filo de Aia aguardando la trashumancia de ciclistas, obligados a cruzar el Rubicón.

Los caninos de Aia, esperando víctimas, tamborileando los dedos para contar derrotas. A esa lista se sumó Mikel Landa, derrocado por Aia, por su perfil picassiano en un día cubista. Recto. Directo. A dos tintas. Negro para Landa y blanco para Samuel, celebrante, vencedor en la Itzulia una década después con el mismo patrón que empleara en Segura. De abajo a arriba. Un trampolín. Ahí botó de alegría Samuel en la carrera que ama. Mikel Landa también le pone ojillos a la Vuelta al País Vasco, pero en Aia se le quedaron en blanco. Ingrávido en la misma cuesta un año atrás, a Landa le apolilló la desmemoria. A Samuel le arengó el recuerdo. Los requiebros de la vida en una esquina.

Los tres pasos por Aia un repecho que agrupa varios ochomiles, una cordillera que provocaba rechazo, fueron un martirio con los frontales: Vicioso, Verona, Wellens, Maté, Riblon y Petilli. Día de minería, un descenso al pozo del grisú. Barranquismo. Una gruta húmeda, fría y aterida para los corredores retratados en fotomatón. La singladura hacia Orio poseía el aliento del salitre y el sudor, el de aquellos marineros que desafiaban a la cordura y el oleaje furibundo, la mar hecha montañas, en traineras para arponear ballenas. El encuentro hacia la nariguda Aia, una montaña a una nariz pegada, era una singladura a bordo de la locura del capitán Ahab. En Aia resoplaba el leviatán blanco. Moby Dick. Fuerte, salvaje, fantasmagórica, desalmada.

Hacia su espectral encuentro remaban los huidos, más convencidos que fuertes, bufaban con el piloto automático conectado en medio del océano, condenados a galeras entre la marejada y el diálogo cortante que imponía Aia una serie de directos en el estómago castigando el cuerpo de los ciclistas, que cumulaban una tunda. De vez en cuando, los intrépidos estiraban el gaznate y trepaban hacia el palo mayor con la esperanza de gritar tierra a la vista porque en el retrovisor, se les aproximaba una mancha negra, inclemente, veloz, engrasada, que todo lo engulló. El Sky, más difícil de eliminar que el chapapote, envolvía a Mikel Landa, blindado por el kevlar de sus compañeros, los caballeros oscuros, una división de elite dispuesta a recoger los escombros en la voladura de Aia, que de tan peligrosa, es siempre descontrolada.

Aia, sin perdón El desplome de Aia precipitó el relato escrito con la tinta negra del Sky. David López, con la clavícula en su sitio, tiró la línea del cable de alta tensión que vinculaba a Sergio Henao y a Landa, que mantenía la perspectiva, hasta que Kreuziger, el empleado del mes, barrió el frente de ataque y la marcha nupcial se quedó muda. Sinfonía de jadeos. Traqueotomía. Las piernas, de cartón piedra. Aia clavaba en el corcho con chinchetas a los corredores. Guiñapos en manos de un gigante. Zarandeo. Una salva de disparos. A cada fogonazo, la carretera que es un tabique dispensaba dorsales enroscados en el dolor. Las piernas de rodillas, gritando clemencia. A Landa se le apergaminaba el ritmo. Le costaba al líder seguir el compás. Necesitaba Mikel una bocanada de resuello. Imposible la paz en un campo de batalla. Contador, Nairo, Sergio Henao, Barguil, Pinot, Aru y Samuel Sánchez, que se había deshilachado en Jaizkibel -la carrera se aceleró entonces- antes de reafirmarse en Aia, donde se expresaban con tremendismo. Caras de Munch. Grito. La cuesta negaba a Landa, su último casero. Aia, desagradecida, no tiene memoria. Si acaso una flash. Aquí y ahora. En ese instante, en el chasquido, crujía Landa, atascado, apergaminado. Un puñado de metros por delante, Verona, Maté y Wellens hacían contorsionismo para soportar el garrote vil de Aia, que no dejaba de girar la tuerca del dolor. Mecanismo infernal.

de henao a samuel Henao, compañero de armas de Landa, se destacó unos palmos meciéndose de costa a costa ante la altivez y el orgullo de Aia, hábitat para himalayistas. Pequeño, concentrado y retador Sergio Henao. Contador, que en Garrastatxu jugó al suspense, no le perdió el aire. El madrileño se recostó a su chepa. Luego, la lógica. Nairo Quintana abrió la ventana, se aireó y se coló en el bolsillo de Alberto cuando se libraron de las fauces de Aia. Apurado, escaso de ritmo de competición, Mikel Landa masticaba el sofoco en la cuerda floja. Los últimos 100 metros de Aia se miden en vidas. El repecho que le puso en órbita un año antes, el que le arrancó de golpe todos los males y le encauzó en la calle del éxito, de los pétalos, le pellizcaba a cada paso cansado. Le recordaba su dictado. En el descenso hacia Orio, el grupo, nervioso, engordó. Se citaron todos, al fin pegados con superglue los aventureros y los mejores. Al pliegue de la etapa, le restaba aún una escena. Samuel Sánchez, el galán.

La subida después de Aia, menos de un kilómetro, fue un trallazo de rock&roll porque escaseaba la energía. Pilas agotadas. Wellens, infatigable, le puso picante. Kelderman, el holandés aniñado, enfocó, y Contador, inquieto, aumentó el ritmo cardiaco. Landa, horneado en Aia, se quemó durante unos segundos en la sartén que chisporroteaba en los fogones del final de etapa. Liberado de las cinchas de Aia, de ese mundo de locos, una pintura apocalíptica, de las cuestas imposibles que de tan empinadas se rizan, Samuel Sánchez se tiró para abajo en caída libre. Se deslizó Samuel por el tobogán hacia Orio. G. P. Samu. Arrancó la moto el asturiano, que trazó con la exactitud de un delineante y se agrupó sobre el triángulo de carbono. Nadie pudo seguirle el rebufo. Bajó disparado, hombre bala, como lo hizo hace diez años en Segura: para gritar, emocionado, en éxtasis. Alzó los brazos Samuel, abiertos como remos. A la estela de sus lágrimas de felicidad, todos los favoritos menos Landa, que encogió. Se dejó 8 segundos y el liderato que viste ahora a Wilco Kelderman en el pueblo amarillo, el que cazó la última ballena.