baranbio - En las suelas gastadas y mojadas de Garrastatxu, frente a su estrecha bocana, descansa un restaurante con el cierre echado. En su toldo recogido, color vino, se lee un nombre: Hor dago. Expresión musera, un cartel anunciador para la Vuelta al País Vasco. Todo o nada. El letrero del local, un caserón de piedra, tiene algo de presagio y mucho de invitación para adentrarse en el infierno, a una cuesta gorda y culebrera que no admite faroles. No se puede engañar a la manzana de Newton, a la ley de la gravedad, salvo que uno sea el etéreo Mikel Landa. Garrastatxu es un lugar para retorcerse camino del calvario o el mejor de los teatros para levitar. Mikel Landa, que es un órdago en sí mismo, un ciclista pasional, un genio a pedales, flotó para entronizarse sobre el laurel de Garrastatxu, un bodegón de naturaleza viva tras una ascensión extraordinaria en la que batió a Kelderman, su rival más íntimo en la cima, y alteró el biorritmo de la carrera, asombrada con la exhibición de Landa. La escalada del Murgiarra salvaje, solo seis días de competición, fue monumental. Le tiñió de amarillo. Líder por un segundo.
La casaca la obtuvo con un guiño al ciclismo sin pinganillo en una travesía para penitentes: 2,8 kilómetros que se dan de bruces con la cruz y la campana de la ermita que manda en la cresta, donde gotearon los primeros segundos de la general: Uno para Kelderman, cinco para Sergio Henao, compañero de Landa, ocho para Samuel Sánchez, extraordinaria su incursión en el club de los mejores, donde Contador penalizó once segundos y Quintana, quince, los mismos que Purito Rodríguez. Fabio Aru se dejó más de veinte en Garrastatxu, que también se le atravesó a Dan Martin, que llegó 43 segundos más tarde que Landa, rey de reyes en ese ascenso desalmado. En ese paisaje irrumpió el espíritu del murgiarra, capaz de que guardar la traca final del mejor concurso pirotécnico en las piernas. Landa retó al abismo de Garrastatxu, donde apenas florece un caserío con la arquitectura sobria y rectilínea. Las curvas, para la pendiente, exagerada en varios tramos. Una subida escueta pero tozuda, más en días de frío y lluvia. La Itzulia, en una trinchera.
Teklehaimanot observaba al mediodía el desplome del cielo desde Markina, que era gris marengo, el color de estreno en las bodas cuando nunca se ha llevado antes un traje. Ni fu ni fa. Marengo. El pantone de la etapa tenía el tono oscuro para la mayoría. Nubes negras y desarrollos ligeros para los elegidos. Bicicleta de montaña. Coronas grandes para los piñones y platos pequeños, de postre, para la catalina. El kit campista para la merienda de Garrastatxu, una cima no apta para boy scouts. Hacia el vía crucis de Garrastatxu, un camino vecinal, popularmente conocido como camino de cabras, se adelantaron Ángel Madrazo, el Gorrión que se posó en la Estrella de Besseges, Stefan Denifl y Metjens. Los tres amanecieron con el espíritu de los trotamundos. Ropa para la lluvia y a dar pedales como Gene Kelly, que chapoteaba bajo los chaparrones y enseñaba la sonrisa. Singing in the rain. En la Vuelta al País Vasco, que no es Hollywood, no había humor para canturreos en el pelotón, si acaso música sacra y letanía. Víspera de agonía. Wagner sonaría más adelante. Desarticulado Metjens, obligado a abandonar por una caída en las entrañas del pelotón, Madrazo y Denifl viajaron con el traqueteo del hilo musical. En esa andadura, algo de Vivaldi; La primavera. Un sorbo de sol para repeler el agua.
Nervios y tensión El Astana, el equipo del sol kazajo, actuaba de guardacostas. Vigilantes desde el faro del liderato. Protegido Luis León Sánchez, líder desde Markina, y blindado Fabio Aru, el hombre designado para el combate en Garrastatxu, estiraban la correa del pelotón para mantener el paso. Al trote. El galope, la huida hacia delante, se inició cuando el aroma del peligro, el perfume de Garrastatxu, entró por las fosas nasales de la carrera. Ángel Madrazo y Denifl claudicaron a un palmo del gran desconocido. Se abrieron los codos. Navajas suizas. Alerta. Miedo. El pelotón, con los equipos musculados, dejó la cháchara. El Katusha, enrojecido, echando humo. El Sky, una locomotora empujando, centrifugando la esperanza de Madrazo y Denifl, más cerca que lejos. Los líderes palpaban el esqueleto del grupo para encontrar un hueco que les diera impulso y pasar de refilón por la vía estrecha que anunciaba Garrastaxu, una frontera donde se cobraba peaje. Era el momento de la Cabalgata de las Valkirias. Giro y hacia la cuesta misteriosa. Estampida en Baranbio. Órdago a la grande.
El trueno Landa, que conocía el cuestón, una lengua de asfalto arrugado que subió de pequeño, que desvirgó siendo cadete porque la cumbre se la presentó su padre, no tardó en abrir fuego. Lanzallamas. Landa es un trueno. Thor. Un corredor poderoso, granítico. El mejor de los escaladores. Bizqueó para situar la carrera. Observó los hombros bamboleantes de Contador, el paso de Quintana y el rostro de esfuerzo que pintaba la cara de muchos, agobiados y temerosos en la vertical de Garrastatxu. La máscara de Landa, críptica. Esperaba a Sergio Henao, su jefe, pero sus piernas, dos columnas del mejor mármol de Carrara, le susurraban al oído. Le decían que abriera huella, que esas paredes, decoradas con un porcentaje durísimo, le pertenecían, que aquel era su hogar. Corría en el barrio, a una brazada de su casa, en Murgia. Kelderman, un tipo longuilíneo y valeroso, no dejaba de ser un extraño en Garrastatxu, el patio de juegos de Mikel, un ciclista que aún mantiene la mirada lúdica, la sonrisa juguetona y un discurso sin edulcorantes. En la mañana de Markina, estirando la ropa para la lluvia, decía que Henao era el líder, pero entonces citó lo de la ley de la carretera, la que desnuda a todos.
Ajeno a la orografía pero excelso, Kelderman fue el único que puedo enrollarse a Landa en Garrastatxu, una maravilla para la cuneta, un delirio. Ambos se estiraron desde el prólogo de una cuesta breve aunque intensa: whisky a palo seco. Un pasaje al mejor ciclismo. Landa, arrebatador, un genio, fuerte y tenaz como Hinault, barnizado con el carácter de los campeones, no dudó ni un centímetro. Solo el perfil de Sergio Henao, el hombre señalado para el podio de la Vuelta al País Vasco por su equipo, le produjo algún debate moral. Fue un instante. Landa y Kelderman se repartieron los planos. La cámara era para ellos. Samuel Sánchez, en su mejor versión, se ganó varias líneas de guion en el epílogo. Contador, Quintana, Purito y Luis León Sánchez, que era líder, se perdieron en la profundidad de campo tratando de asimilar el descorche de Landa. Garrastatxu, que se sube en tres tiempos, lo escaló Landa con zancadas de fondista. Velocidad de aliento largo. Resopló en su dureza Landa, un relinche antes de su galope. El joystick de la carrera era suyo. Lo apretó con fuerza entre sus manos. Pulsó el botón de ejección y descascarilló la resistencia de Kelderman en el pulso final mientras el resto de notables trataba de minimizar el plomo de las manecillas. Landa, sonriente, vencedor, sacó la lengua en meta. Feliz y divertido como los niños. Es la polaroid de sus triunfos. Su firma. Su órdago.