baranbio - “Es corta pero se hace larga”, dice Omar Fraile en una mañana soleada de abril, el viento del norte peinando la colina de Baranbio, el olor de la brea recién incorporado a las texturas cromáticas que abrigan una ermita que se eleva en medio de la naturaleza verde y salvaje. Los aromas y los sonidos de la montaña, el ulular de Eolo y el canto caprichoso de los pájaros reciben al ciclista del Dimension Data, perfil de aguja, vestido de negro, la piel de África. Una mano amiga, solidaria, la de Qhubeka, la fundación que mejora la vida en la África rural gracias a las bicicletas, teje la espalda del maillot que escala por la altiva cuesta. En la reflexión de Omar, escueta, concentrada, confluye la subida a Garrastatxu, la cuesta inédita, una sucesión de rampas agrupadas en los hombros de Baranbio, un pueblo fronterizo, pequeño, menos de 200 habitantes. Garrastatxu, que vigila desde la azotea, cose con la lana del padecimiento el calvario, el sufrimiento, en poco menos de tres kilómetros (2.800 metros). El alto, de 2º. Corto pero largo. Un café cargado. “No es la subida a la Antigua o a la de las paredes de Aia, tal vez no sea una subida para hacer grandes diferencias, pero es bastante exigente. Probablemente servirá para hacer la primera selección de la carrera, ese grupo que luego aspirará a ganar”, explica Omar Fraile al calor de un café con leche y el bienestar del refugio que reposa al lado de la ermita, punto final de la segunda etapa de la Vuelta al País Vasco.
Señala el libro de ruta, que ese día comienza en Markina, pero el nudo gordiano de la jornada estará en el portal de Garrastatxu, un edificio abrupto y punzante de varias plantas. Abrir la puerta para acceder al puerto, -allí donde espera un pasillo estrecho, una lengua de brea afilada, en la que apenas “entrarán tres corredores a lo ancho”, advierte Fraile-, invita al peligro. “Se llegará muy rápido, a 60 ó 65 kilómetros por hora y con la gente nerviosa por hacerse un hueco y poder entrar en el puerto en una buena posición, lo más delante posible. Ese será el primer problema”, estima Omar Fraile cuando otea el desfiladero que engullirá al pelotón. Sin sitio es posible que se formen retenciones. Esto creará un embudo. Los 20 primeros tal vez pasen bien, pero no es descartable que alguien eche el pie a tierra y empiecen los problemas”. La rampa inicial es un golpe a la boca del estómago y una invitación a las piernas hinchadas. Al dolor. “Pasar de ir a tope, a no menos de 180 pulsaciones, a tener que cambiar el plato... más de uno se atascará”, si bien la velocidad del pelotón durante el acercamiento, la inercia, “servirá para pasar más o menos el primer trago”. A partir de entonces, piolet y crampones. Un 38X28 o un desarrollo más ligero en caso de que llueva, calcula Omar Fraile. “Hay tramos que patina la rueda incluso estando seco por las sombras. Si llueve y es lo que se espera... habrá que montar más piñón o un plato más pequeño para subir sentado”.
Descorchada la ascensión con la rampa que se adentra en Garrastatxu a modo de felpudo, la pendiente mete tripa, se relaja. Un respiro. Descansillo tras el primer escalón. “En ese aspecto es un puerto que te deja recuperar el aliento entre rampa y rampa, aunque se hará a tope”. El segundo muro asoma después de una curva exagerada, grotesca, a la derecha. Un caserío de piedra, el último lugar habitado saluda al ciclista. Resopla Omar Fraile, de pie sobre los pedales, acompasando la respiración. El desarrollo, ligero para mover 360 vatios de potencia. “En carrera se llegará a los 400 en una subida que se hará en 12 minutos o así”, determina el santurtziarra. La segunda escalera es retorcida, dura, con rampas por encima del 15% y un asfalto que clarea, grisáceo. Por esa corbata se gira de nuevo. Esta vez hacia la izquierda, una herradura que agarra otra rampa dura por las solapas. “Vaya tostada”, exclama Fraile, el paisaje para entonces más luminoso y diáfano, lejos de la luz tenue de un arranque sombreado, donde los pinos estrujan la carretera y las estacas delimitan un camino vecinal. Lo anuncia una señal.
hinchazón de piernas Abierto el asfalto, desabrochado, tras 1.300 metros “duros pero llevaderos”, según el rey de la montaña de la pasada Vuelta al País Vasco, la ascensión llama a otra planta sin ascensor. Un tramo llano se interpone. Otro clavo. “Se te hinchan las piernas”. Duele. Ese momento, el flujo de agonía barnizando los músculos, es ideal para el toque de corneta. El asalto pirata y el corazón a empellones. “El que esté bien en esta zona puede atacar. Arrancar desde aquí y seguir a tope hasta el final. Creo que el sitio clave para hacer daño”. Ese arriba del que habla el vizcaíno es la ermita. Hasta allí se dibuja el asfalto pintado. Bienvenida al ciclismo. El spray blanco nombra a Omar, a Samu, a Txurruka, a Yates, al Orica ... “Hace ilusión ver las pintadas”, apunta Fraile.
El trecho que desemboca hasta la meta necesita el impulso de un pertiguista con arrojo. Una senda para los aventureros. “Esto es para escaladores, corredores como Landa, Purito, Dan Martin, gente explosiva. A mí una subida de este tipo no se me da tan bien”, determina Omar, que sin embargo piensa “que gente con potencia, que se maneje bien subiendo puede hacer daño porque es una subida de darle”. El último resuello, la paz, se encuentra en la ermita, pegada a un merendero. Un lugar para disfrutar del día. O sufrir. Depende de la perspectiva. “La subida es dura, aunque tal vez me esperaba que fuera un poco más exigente”, sonríe Omar a modo de la Gioconda. El corredor vizcaíno hace cumbre y se retrata. Un selfie para las redes sociales. Después baja y filma con el móvil la entrada estrecha al puerto. “Para que la vean los de mi equipo y se hagan una idea de cómo será”, expone tras completar los escalones de Garrastatxu.
Pendientes. En la ascensión de 2.800 metros de longitud la pendiente media es del 10,5%, si bien hay varias rampas que rozan el 20% de desnivel. El puerto tiene un desnivel total de 298 metros. La meta está situada a 560 metros de altitud.
Potencia y desarrollos. La subida permitirá desarrollar alrededor de 400 vatios. La corona de 28 dientes o más en el piñón y el 38 o menos en el plato será necesaria para afrontar el alto.