CASTELLÓN - Cuando la jauría, sedienta, los colmillos afilados, olisqueaba el final, en Castellón, Tom Dumoulin, tallo holandés, líder de la Vuelta, oficiaba de patrón de la carrera. En el descenso del Desierto de Las Palmas, el puerto que descerrajaba las últimas páginas del cuaderno de bitácora, Dumoulin dirigió la orquesta desde el atril. El holandés, que sabe una sorpresa, el líder inesperado, evitó cualquier riesgo alineando al grupo tras su estela. Pastor del rebaño hasta que Henao, que se cayó en la bajada (también se fue al suelo durante la etapa Nicolas Roche), Sicard, Elissonde y De Marchi, regresaron al redil. Dumoulin, las piernas en estado de alerta constante, en el mejor estado de forma de su vida, gobernó el día. Solo Joop Zoetemelk, el holandés que conquistó la Vuelta en 1979, estuvo más días vestido de amarillo que Dumoulin, de rojo. Aunque las prendas tienen distintos colores, representan lo mismo. Dumoulin, que antes de jefe del Giant fue peón, obrero, colgó el esmoquin para enfundarse el buzo azul, el color del tajo. Solidario, ajeno a la pechera de general, a los galones que luce, puso sus piernas a disposición de su equipo para facilitar la vida a John Degenkolb, el imponente velocista alemán.

A Degenkolb, florido en la primavera, campeón de la Milán-San Remo y de la París Roubaix, el verano le ha secado. Su punta de velocidad, la que le hizo célebre en la Vuelta a España cuando pocos sabían de él, está arrugada. No obstante, Dumoulin, cómodo en el plano, un corcel, pletórico, se talló como mascaron de proa para desbaratar a Adam Hansen, que siempre guarda una frase de diálogo para el final de la obra. Dumoulin le arrancó la idea del festejo. El holandés absorbió las intenciones del belga. Su esfuerzo, ánimo de mosquetero, era para Degenkolb, dubitativo en las llegadas, como si el duende le hubiera abandonado. No se reservó el líder, que le dejó en el portal de meta no sin que antes contribuyera a amortizar la arrancada postrera de Luis León Sánchez. Realizada su tarea con majestuosidad y humildad, Dumoulin abandonó el primer plano para que los esprinters realizaron su danza. El baile fue absolutamente anárquico. No había equipo capaz de componer una coreografía ordenada. Los trenes no tenían vagones. Tampoco hubo raíles sobre Castellón. La volata era un garabato. Una convención de Juan Palomos. Todos guisando. En ese punto alborotado se encontraron Degenkolb (Giant), José Joaquín Rojas (Movistar), Tosh Van der Sande (Lotto-Soudal), José Gonçalves (Caja Rural) y Kristian Sbaragli (Qhubeka).

La vitrina y el palmarés voceaba el nombre de John Degenkolb, reputadísimo esprinter. La megafonía le cogió al alemán encajonado, a la espalda de Van der Sande. Por la otra orilla remaba el dolorido Rojas, más corajudo que fuerte, recordando mejores tiempos. “He estado cerca; lo que pasa es que he esprintado más con corazón que con fuerzas. La etapa la tenía marcada porque había ganado el Campeonato de España aquí, pero me dolía mucho la clavícula. Tenía ganas de hacer una gran carrera aquí, y a base de paracetamol, Nolotil... y de echarle narices, he intentado brindarle una etapa al equipo, pero se me ha ido”.

Sorprende Sbaragli En el barrido, desapercibido, sigiloso, escondido, un italiano cuya anterior victoria se encontraba en un ciclismo apenas visible, semiclandestino, en Corea. Nadie esperaba a Sbaragli en Castellón, pero el italiano, avispado, no esperó a que sonara el despertador. Sbaragli dio un respingo y se puso en marcha antes que nadie. Al que madruga... “Es increíble, una hito para Kristian”, decían en su equipo, felices por la proeza. “Me sentía muy bien en la subida y simplemente no quería, otra vez, perder la oportunidad. Estuve tan cerca un par de veces ya en la Vuelta, que decidí esperar hasta 200 metros para la meta antes de salir con todo. Me he tratado de anticipar a Degenkolb”. Así alcanzó su sueño, la primera etapa en una grande. La segunda de su equipo, el Qhubeka, que se estrenó en el Tour.

Su victoria, por un palmo, no solo llenó de felicidad al italiano, emocionadísimo en el podio, abrazado por su novia, a la que como buen chico le regaló las flores de meta. El otro regalo llegó hasta la África rural, donde Qhubeka, el proyecto que sostiene el equipo, mejora la vida de miles de pequeños africanos, a los que les concede bicicletas para que el futuro de quienes las reciben sea liviano. “Qhubeka fabrica bicicletas cuya función es facilitar el día a día de la gente con menos recursos. La fundación trabaja habitualmente en poblados y aldeas rurales”, explicaba Alex Sans, manager del Qhubeka, a este periódico antes del Tour. Lograr las bicicletas requiere un esfuerzo por parte de los destinatarios. No se trata de un regalo, sino de una recompensa al trabajo realizado. “Deben cuidar de las semillas durante un periodo para desarrollarlas después en distintas granjas. Si lo hacen, logran las bicicletas”, subrayaba Alex Sans. El de Qhubeka es el triunfo de la solidaridad. “Es sensacional, algo que nunca había probado antes. Esta victoria es buena para nuestro equipo, pero sobre todo para Qhubeka y nuestra campaña de 5.000 bicicletas”. Por todas ellas se anticipó Sbaragli.