VITORIA Todo era espectacular en él. Así lo hacía el Chava", describe Eusebio Unzue en un documental que recuerda la figura de José María Jiménez, el Chava, un ciclista excesivo, un genio maldito, un héroe trágico. Incluso en su muerte mandó el personaje, un extraño Quijote. "Ha muerto como vivió. Al ataque y de repente", decía su madre Antonia de él después de su fallecimiento. A José María Jiménez, la persona, el hijo, el hermano, el marido, se lo tragó una profunda depresión que le agarró el corazón de mala manera la noche del 6 de diciembre de 2003 en una clínica madrileña donde intentaba recomponer su olvidada y raída figura, devastada por los excesos, por su caída a los infiernos, por las interminables juergas que le hicieron añicos el alma. En ese proceso autodestructivo hubo promesas de recuperar el buen camino, -se casó con Azucena, la novia de siempre, en mayo de ese mismo año-, e intentos de recuperación aislándose del mundo y de su entorno. Sin embargo, no había nada que pudiera combatir contra su fatal destino. Tenía 32 años cuando le pudo la muerte.

En el triste, anunciado y esperado final del Chava, ídolo máximo para la cuneta por su desaforada manera de entender el ciclismo: ganar o reventar, confluyeron varios ingredientes que precipitaron su desconexión con el mundo. Estaban los rasgos propios de una personalidad desbordante, en todo caso desmedida, para lo bueno y para lo malo, a los que debía sumarse la incapacidad del ciclista para adaptarse a la grisura del anonimato, a los acordes de la monotonía. Además, a José María Jiménez le fascinaba la idea de vivir al límite, de vivir rápido. Nada de sorbos. A tragos, a mordiscos. El Chava era el aquí y el ahora sobre la bicicleta y cuando ponía las piernas en barbecho. De él se dice que un día vio un coche que le entusiasmó de tal modo que lo compró de inmediato y tan pronto como lo adquirió lo estampó contra un bordillo. No había transición en el Chava. Ni digestión. Todo en él era impulsivo. Demasiada nitroglicerina para un persona que viajaba a todo velocidad sobre una vagoneta donde se abrazaban droga y alcohol. El impulso autodestructivo del Chava entronca con la de otros ciclistas, como José María Fuente, el Tarangu, o Luis Ocaña. Los dos se mataron. Cada uno a su manera. José María Jiménez también lo hizo enfangado en la noche.

Aunque impactante, el trágico desenlace del Chava estaba marcado a fuego en su biografía por su particular manera de entender la vida. "Quiero vivir la vida, disfrutarla ahora que solo tengo 25 ó 30 años, no cuando cargue ya con los 70", comentaba en 1998, cuando más carreras ganó y cuando su fama se disparó tras su espectacular paso por la Vuelta a España, su carrera fetiche. Sobre el asfalto, José María Jiménez nunca miró hacia el horizonte, simplemente quería llegar a él lo antes posible. Lo suyo no era esperar el crepúsculo. Ni contar batallitas en zapatillas de casa. Eso no iba con el Chava, al que solo le valía ganar, el aplauso, el reconocimiento, saberse querido, las fotos, las palmadas. Nunca pensó en acumular puestos, en faenas de aliño. Por su manera de entender el ciclismo, se le equiparó con el toreo excitante o ruinoso de Curro Romero, el Faraón de Camas, el maestro de las grandes tardes y de la grandes espantadas. Por eso corría como corría el Chava; sin retrovisor ni calculadora. Así vivía. Corneado o por la puerta grande, pero pisando arena. Protagonista.

fuerza de la naturaleza Escalador poderoso, de fuerza, corpulento, de tranco largo, el Chava, amamantado por la orografía del Barraco (Ávila) y la climatología áspera que mece la sierra de Gredos se alejaba de la fisonomía del escalador: enjuto, fibroso, ligero y liviano. Poseedor de una genética privilegiada, una fuerza de la naturaleza, José María Jiménez era un escalador a contracorriente. Corpulento, se alistó al ciclismo a los 11 años en la escuela que dirigía Víctor Sastre, el padre de Carlos Sastre, a su vez cuñado de José María Jiménez. A pesar de su andamiaje de rodador, el Chava, un chaval gordito cuando se inició en el pedal, era un potro desbocado en cuanto la carretera se erguía. El caballaje de su motor y su don natural para la escalada hicieron el resto. Así fue como se fijó el Banesto en él. En aficionados, José María Jiménez conquistó el Circuito Montañés y aquel triunfo, al ataque, selló el pasaporte al profesionalismo.

El Chava no se desvió ni un milímetro de su inconfundible estilo, ese que le elevó a los altares de los aficionados que entienden el ciclismo a dos tintas: o blanco o negro. Todo o nada. Y José María Jiménez, campeón de España en 1997, -fue más rápido que César Solaun en el sprint-, era eso, su representación más pura. Ciclista de ámbito doméstico, sin el hambre, la constancia y la regularidad necesarias para imponerse en pruebas de tres semanas, el Chava, refractario a las contrarrelojes que nunca preparó, se iluminaba a base de fogonazos. Como aquella tarde en Los Ángeles de San Rafael, donde se hizo con su primera etapa en la Vuelta al batir a Pascal Richard y Dani Clavero. José María Jiménez amaba la Vuelta, sobre todo sus cumbres, su hábitat preferido. Siempre le atrajo escaparse y coronarse en las alturas. Ganó el maillot de la montaña en cuatro ocasiones. Levantó los brazos en 9 etapas (entre 1997 y 2001) y alcanzó el tercer cajón del podio en 1998 en medio de una lucha inopinada con Abraham Olano, su jefe de filas. Un año después, Chava fue Neil Armstrong. Alunizó en el Angliru, el puerto imposible, el desconocido, el coloso de los porcentajes extremos. Entre la niebla sobrepasó a Pável Tonkov, incrédulo ante la fantasmagórica aparición. Dos años después de aquella gesta, de bailar sobre los pedales en las azoteas de la Vuelta, se le apagó el ciclismo. Después, tal como corrió, sin freno, la vida se le consumió. A toda velocidad en aquella maldita escapada.