riosa. Alguien lo ha visto en esta Vuelta. A la mujer de Horner con un cargamento de hamburguesas del McDonalds entrando en el hotel del RadioShack. Y lo ha dicho el americano varias veces, que se alimenta de eso. Que se bebe al día dos litros de Coca-Cola y que en el bolsillo del maillot no faltan nunca chocolatinas, Snickers o Mars. Eso tan americano, rompe los moldes sobre los que se asienta el nuevo ciclismo, el 2.0 que llaman y describen con complicados métodos de entrenamiento, sesiones espartanas, vida monacal en altitud y regímenes estrictos de comida. O como lo llama Froome, monarca en el Tour, el ciclismo de los hombres que duermen en volcanes.

De esa nueva escuela es el inglés, la más revolucionaria, como la de Quintana y el nuevo ciclismo colombiano. Lo de Horner, casi 42 años, el ganador de una grande de más edad -más que los 36 de Lambot en el Tour, los 34 de Magni en el Giro y los 33 de Vinokourov y Rominger en la vuelta- es otra cosa.

Su historia es distinta. No es un hombre común. Las hamburguesas las come porque dice que en cada bocado olvida un poco que es ciclista, que es lo que necesita para seguir siéndolo sin sacrificar su felicidad. De eso vive. De ser feliz. Una vez lo vendió todo, la casa, los trofeos y los maillots, para correr el Tour con el equipo de Matxín. Era su sueño. En 2005, en plena era Armstrong, corrió la carrera francesa. Era tal el contraste con el rigor y la grandiosidad del texano, que le bautizaron como el americano pobre, pero feliz.

Lo de las hamburguesas, la comida basura, la historia de su vida en la caravana tras vender la casa y todas esas cosas se supo cuando ganó la Vuelta al País Vasco, su mejor victoria hasta ahora. Lo contó él, como al empezar la Vuelta contó que casi no vuelve a correr porque un problema en la rodilla le tuvo en el dique seco durante casi cinco meses que se pasó en Oregón pensando que no volvería a ser ciclista como una vez pensó que se moría. Fue volviendo a casa del Tour de 2011 que acabó antes de tiempo porque camino de Chateroux se cayó y terminó en el hospital con una conmoción cerebral.

Así se subió a un avión que le mandaba de vuelta a su casa de Oregón sin saber que los cambios de presión le provocarían un coágulo que le descubrieron días después en el hospital al que acudió al sentirse mal. Pudo morir. Pero vivió para seguir andando en bicicleta. A su manera. Feliz. A base de hamburguesas, Coca-Cola y chocolatinas. "Y sufrimiento", dijo ayer, "y sacrifio".

Con todo eso ha ganado la Vuelta que sabía que podía ganar. Lo dijo el tercer día, cuando se impuso en el Mirador de Lobeira y se vistió de líder. "Si he ganado la Vuelta al País Vasco, ¿por qué no voy a ganar la Vuelta?". Nadie le creyó. Esa noche se atiborró de hamburguesas ante la mirada de asombro de Cancellara, que se lo reprochó. Horner le dijo lo entendiera, que lo necesitaba para ser feliz. Quizás sea ese el secreto.