donostia. Markel Irizar es muchas cosas, casi todas buenas o mejores, pero sobre todo es un orador infatigable al que un día de la pasada Vuelta el jefe de prensa del equipo le pide que le cuente su relación con el cáncer -lo acabó venciendo hace pocos meses tras una década de lucha a muerte por la vida- para un artículo y su primera pega es una pregunta. "¿Cuánta batería tienes en el portátil?". ¿Una hora? Pues con eso no te llega".
Se agotaría antes el portátil que su voz, eso seguro, porque Irizar puede pasarse horas y horas hablando sin respirar, contando lo del cáncer sin tapujos, otras cosas de su vida, sus tres hijos, su mujer, los planes de futuro, el pasado, el presente que es cualquier cosa que se le pase por la cabeza o, también, la manera correcta de colocarse sobre ella una txapela. En eso consiste el viernes la cena del RadioShack. En un monólogo magistral de cómo ponerse sobre la cabeza la txapela de ganador de la Clásica de Donostia. Imparte doctrina Irizar, que usa un plato grande de ensalada como improvisada txapela y así se tira más de media hora en la mesa desde que se levanta de su silla y les dice serios a los que le rodean: "Una cosa os voy a decir a todos...". Y entonces les cuenta que no quiere ver al que gane colocarse la txapela como si fuese una gorriña de París o la gorra de un rapero, que no están en cualquier parte hombre, sino en Euskal Herria y que la txapela o se la pone uno bien o es mejor que no se la ponga, y mientras explica todo eso, Markel de pie y sobre su cabeza la ensaladera, la mesa es un coro de carcajadas entre las que se encuentra la de Tony Gallopin, que atiende a lo de la txapela, pero sobre todo, a lo que le cuenta después Irizar de cómo y dónde se gana la Clásica con buenas piernas o, mejor, cómo y dónde librarse de Alejandro Valverde, que era el favorito de todos y nadie se equivocó.
"Ganar cuando todos lo esperan es más complicado todavía", lamentó luego el murciano; "aunque nosotros hicimos lo máximo para ganar". Que fue, después del control de la escapada, otra vez el Castroviejo soberbio y contundente del Tour tras la primera pasada por Jaizkibel, un ataque duro y sostenido de Nairo Quintana, el mejor escalador del Tour, en cuanto empezaron a subir por segunda vez. El colombiano, obediente y trabajador, se metió en el bolsillo a Valverde, y no cambió ni la postura ni el gesto de la cara, ni la velocidad de la subida que partió el pelotón en mil centellas, hasta que se le paró el motor a poco de la cima, en el tramo en el que el viento del mar es más fuerte que los porcentajes. Para entonces, el grupito era una canoa. Quedaban en pie, claro, Valverde, pero también un fabuloso Mikel Landa, Moreno Moser, Tony Gallopin, Nicolas Roche, Bob Jangels o Roman Kreuziger, el sherpa abnegado de Contador en el Tour que vio al murciano huérfano después de que reventara Quintana y atacó para ver lo que pasaba, coronó en solitario y no fue hasta la bajada cuando le atrapó Valverde, que tuvo que ponerse firme en el último kilómetros de Jaizkibel para acercarse al checo, no fuera a cabalgar solo hasta Donostia como hace años, muchos -Bugno, Indurain, Marino..., aquellos años-, que no ocurre en la Clásica. Luego llegaron los demás, un poco más tarde Astarloza y Chavanel tras darse una paliza en el llano y, más tarde aún, el bravo Mikel Nieve, uno que es duro como una piedra.
Iban ya hacia Arkale, la zona de repechos antes de bajar hacia el Boulevard, Donostia, el mar. Iban esos pocos, Valverde asediado por todas las miradas, observado y marcado como un delantero de los buenos, Kreuziger y sus grandes piernas del Tour, Mose, Roche, Jangels, Landa, Nieve, Astarloza y Gallopin, que masticaba mientras pedaleaba la cena de la víspera en el hotel y, sobre todo, el mensaje de Irizar, las lecciones de la txapela y, mucho más valioso en ese momento, eso que le dijo de que si tenían piernas, la mejor manera de deshacerse de Valverde, imbatible al sprint, era probarlo por ahí para perderlo de vista entre la tortilla de curvas y los toboganes que le recordaban al francés los trazados duros y explosivos de las clásicas del norte donde tan bien se maneja. Y bien que lo sabe Irizar, que ha compartido habitación con él en las dos últimas primaveras y anda maravillado con el chico, de su talento y su clase -"es rápido y fuerte, pero sube bien", le radiografía-, pero, más que de ninguna otra cosa, de su manera de ser, alegre, poco francesa, y de lo bien amueblada que tiene el chico, 25 años, la cabeza, lo que tampoco es tan francés porque sus jóvenes estrellas se pierden en el laberinto de la fama, se diluyen, se confunden en la noche y se distraen con las cosas superfluas de la vida, los neones, el champagne, los coches y las curvas.
"Tony no", niega Irizar, "él no es de esos, no tiene ese perfil y sus pies están bien asentados sobre la tierra. Se le ve en cosas como que está pensando en jubilar su viejo coche y comprarse uno nuevo, pero un Skoda o así, nada extravagante, porque me dice que para qué necesita él más que eso. Eso me dice que está en el bueno camino y que no se desviará como otros. Tiene esos detalles". Y se queda con ellos. Con los consejos de Irizar, que le indicó cuándo tenía que largarse, probar, si tenía piernas para ello. Las tenía.
fuego en arkale El lugar fue Arkale, el último escalón de la Clásica. Gallopin atacó desde abajo y nadie le siguió. En la cima, a menos de 20 kilómetros para meta, tenía un buen puñado de segundos, 16, con Roche y Landa, que habían tratado de seguir su estela, y un puñadito más con Valverde y Kreuziger, que habían arrancado la moto porque veían que se les escapaba la Clásica. Nieve reaccionó y se fue con ellos.
Se juntaron los cinco, Roche, Landa, Nieve, Valverde y Kreuziger, en el descenso que la lluvia había dejado húmedo, resbaladizo y peligroso. "Y hemos colaborado para cogerle", contó Valverde, que se encontró solo con dos Euskaltel y dos Saxo Bank y eso condicionó su entrega en los relevos porque, dijo, temía vaciarse, ser atacado más adelante y, en inferioridad, no poder responder a todos. Ese era su miedo porque estaba confiado de poder alcanzar a Gallopin pese a que el francés marchaba con una fuerza tremenda hacia Donostia y, por ejemplo, manejaba más de 30 segundos de ventaja a solo cinco kilómetros del final. "Y mira que nos acercábamos, pero resultó imposible", lamentó el murciano, que, agotado Landa, muerto por el esfuerzo, no tuvo problemas para derrotar a Kreuziger y Nieve por el segundo puesto de la Clásica.
Unos segundos antes había entrado Gallopin para lograr su mejor victoria. Y minutos después llegó a la zona del podio Irizar, que se acercó al francés, le cogió la txapela de la mano y se la puso como Dios manda. "Así está bien; así eres un tipo con clase", le dijo al francés.