París. Nadie sabe dónde está Wiggins, el último monarca. Se ha perdido su breve figura, un esqueleto con patillas sobre una bicicleta, entre pinta y pinta, quizás, en el mar revuelto que dicen que es su mente de infancia complicada. Y como Wiggins, tan desaparecido que no aparece ni para mandar un mensaje de ánimo o felicitación a su amigo Froome, al que le debe gran parte de su Tour, Evans, el anterior en el trono, 36 años, mayor ya para estas cosas. Y no siéndolo, ni viejo ni gastado ni nada por el estilo sino todo lo contrario, Andy Schleck, 28 añitos, en la flor de la vida y aún así tan deprimido, también lleva tiempo desnortado, metido en un socavón del que parece, y solo parece, quiere, aunque solo sea por nostalgia, asomar la cabeza para revivir los grandes duelos en los Alpes y en los Pirineos con Contador, que, como si toda una época caducara repentinamente, tampoco está, o no está como cuando era el mejor.
Así que al final de la edición centenaria del Tour que acaba con un festejo que comienza en el ocaso naranja en el que arde París cada día y en el que están algunos de los cientos de ciclistas que alguna vez llegaron en bicicleta hasta el corazón de Francia -y está, claro, Indurain, que recibe un maillot dorado junto a Merckx e Hinault porque, también el fallecido Anquetil, nadie ha sido capaz de ganar tantos Tours, cinco, como ellos salvo Armstrong, cuyas siete victorias ya no figuran en las enciclopedias de la carrera francesa-, los focos que salen de la noche como rayos de luz celestiales no encuentran a Wiggins ni se paran en Evans, Andy o Contador, sino que iluminan la piel albina, el cabello rubio y la mirada azul de Chris Froome, elegido como sucesor de todos ellos. Y a la sombra de su tronco amarillo, como un antagonismo que se repite en la historia del Tour, Nairo Quintana, la piel de café, el pelo negro como la oscuridad bohemia de Monmartre y esa mirada que tienen los hombres de campo que atraviesa el horizonte como si vieran mucho más allá.
En El Moral, la loma de la vereda La Concepción, en Cómbita, pensaron siempre que el horizonte de Quintana era ese, Boyacá y los Andes, nada más lejos, porque tan pequeño y poca cosa no podría ser nada más que buen campesino. Su biografía empieza ahí, entre gallinas y el desayuno de leche recién ordeñada, las lanas mugrientas de los perros, extremidades de bicicletas oxidadas y neumáticos desperdigados alrededor del rancho de su padre, vendedor de verduras en los mercados pese a su cojera por un accidente del que no se recuperó pese a las 14 operaciones a las que fue sometido. De ese aire fresco del campo viene Nairo, el niño que, recuerda Jorge Enrique Rojas, era una fuente de sangre cada vez que tosía y olía siempre a muerto le bañaran las veces que le bañaran porque padecía el mal de tentado del difunto, del que pocos sobreviven. Nadie pensó que Nairo pasara de los tres años de vida. De eso escapó. De la muerte. Y del coma después de que le atropellara un taxi en la cuesta que subía de Arabuco. Entonces ya andaba en bicicleta, la única manera de recorrer los 18 kilómetros que había del rancho a la escuela. Luego, la bici fue otra cosa. Dos días después de que su padre consiguiera reunir 270.000 pesos para comprarle una de carreras retó a Juan Pistolas, el mejor ciclista del pueblo, en una carrera de 32 kilómetros que le ganó vestido con una camiseta roja de mil remiendos. Ese fue el comienzo. Meses después ingresaba en una escuela de ciclismo cuyo responsable murió hace apenas un mes. Fue su viuda la que lloró el sábado por él y la gesta del niño de la mirada de campesino que ahora es en Colombia ejemplo de que el futuro está detrás de las nubes negras que cubren el horizonte.
la irrupción de quintana Quintana es un relato de lírica clásica de ciclismo, el campesino -le incomoda que se hable de su pasado de pobreza porque no la considera como tal- que se hace campeón. Y dentro de lo viejo que es eso, los mejores ciclistas de la historia nacen de la humildad e Indurain mismo pensó siempre que se dedicaría al campo antes que al ciclismo, el colombiano representa el futuro de este deporte porque no se recuerda una irrupción tan espectacular en el Tour. Ha sido segundo, mejor escalador, mejor joven, ha ganado una etapa y es el único que le ha sostenido la mirada en la montaña a Froome, lo que le señala como su gran rival para la próxima edición si los organizadores miman ese duelo y llenan el próximo recorrido de etapas duras y espectaculares.
"Nunca soñé con algo tan grande", dijo el colombiano, que cuando le preguntan si tiene un Tour en las piernas dice que sí, el que acaba de correr. "Un Tour y la pasada Vuelta", añade. Y cuando le precisan la pregunta, ¿cree que puede ganar un Tour?, responde que después de ser segundo espera no estar lejos la próxima vez. "Pienso que será así".
Y piensa que estará ahí, también, Froome, que después de escuchar el himno británico por segunda vez consecutiva en los Campos Elíseos se bajó del podio y pisó bien la tierra con los pies como si quisiese comprobar que no se había quedado ahí arriba, entre las nubes, él que viene del altiplano de los fondistas, de una infancia en Nairobi, escorpiones como mascota y los viajes alucinantes en mountain bike por los caminos de tierra y polvo; de la juventud en Sudáfrica, de los estudios de economía y de una llamada para viajar al centro de la UCI en Aigle que fue como una rotonda que le cambio la vida. "Me dije que era una oportunidad, que si no salía, siempre podría volver a retomar los estudios". No lo ha hecho, claro. Se quedó en el ciclismo y ahora lo gobierna.
"Pero ahora no quiero que esto cambie mi manera de vivir", dijo Froome, súbdito, como Wiggins pero de otra manera, del método del Sky y la épica moderna del ciclismo, que va de hombres que duermen en volcanes y viven en trashumancia, sin hogar y una familia en fotografías, y levantan la voz cansados de que se les señale, de que se dude de ellos por tradición, por lo que ha sido esto, aunque lo comprendan y lo asuman con resignación cristiana cuando hablan de trasparencia como si predicasen en el desierto. "Yo quiero ser un ejemplo", dice Froome con su perfecto acento inglés de Oxford que no se parece a la 's' arrastrada por la que se burlaban de Nairo los chiquillos de la escuela. Les separa un mundo al keniano y al colombiano, antagonistas y rivales en el Tour, que es el futuro que les une.
perspectivas de futuro A Nairo le queda todo por delante, solo tiene 23 años, si no olvida su origen campesino, lo que le enseñaron en casa, la humildad del trabajo y todo eso, y no se vuelve un campeón de barro, como otros tantos. A Froome, aunque tenga 28 años, también le queda recorrido. "Al menos, diez años", asegura porque, dice, llegó tarde al ciclismo. "Solo hace cinco que soy profesional". Los dos primeros fueron discontinuos y duros por los efectos de la biharziasis, una enfermedad africana que le debilitaba y, aunque es crónica, tiene ya controlada. Desde la Vuelta de 2011 es otro. "Entonces me di cuenta de que podía pelear por el Tour". Pudo ganar el del año pasado de no tener que esperar a Wiggins en cada puerto y ha arrollado en este pese a la fuerza arrolladora de Quintana en la montaña y el despertar en los Alpes de Joaquim Rodríguez, que celebró el podio camino de París fumando un 'purito' que le encendió Nairo. Purito, 34 años, se subió a tiempo al tren que se le escapó a Valverde el día de los abanicos.
"Aún tengo margen de mejora y, además, la madurez ciclista llega con la treintena", advierte Froome. Y al escucharlo, Contador, que analiza lo que ha pasado para no estar ni siquiera en el podio y concluye que lo mejor es descansar para empezar de cero, quiere pensar que no es verdad que puede haber un Froome mejor que este.