Durante todos estos años he crecido viendo ciclismo, viendo el Tour de Francia; primero a Perico Delgado, luego a nuestro gran Miguel Indurain. Los dos fueron padres y artífices de esta generación de ciclistas contemporáneos que tantos éxitos han dado y siguen dando en la actualidad.

Personalmente, desde que era niño siempre quise imitarles, sobre todo en los míticos puertos del Tour: Luz Ardiden, Tourmalet, Alpe d'Huez, Galibier... Quién me iba a decir que unos años después iba a ser yo el que escribiese una pequeña página de historia en el gran libro del ciclismo mundial.

14-7-2011. Día de Francia, día soleado en Cugnaux, localidad de la salida de la primera etapa en los Pirineos naranjas. Digo naranjas y no verdes porque allí se congregan cada año miles de seguidores de Euskaltel-Euskadi: la famosa marea naranja conocida en el mundo entero. La leyenda venía de diez años antes, cuando había logrado grabar su nombre en Luz Ardiden un tal Roberto Laiseka. ¿Se acuerdan? El carismático Roberto, que se convirtió en mito aquel 22 de julio de 2001 en el que los Pirineos se volvieron naranjas.

Y allí estaba yo una década después. Todo parecía un sueño. Ya desde que me bajé del autobús sentía una corazonada. De hecho, le pedí a un auxiliar del equipo que me subiera la mochila a la meta, lo que solo hago los días señalados. En esa etapa se pasaba el coloso Tourmalet, puerto en el cual me tocó sufrir, y mucho, en anteriores ediciones y me llevé de él un recuerdo amargo. Y fue precisamente allí, en la bajada hacia Luz Ardiden, donde me lancé a tumba abierta con Gilbert y algún invitado más. Reconozco que se me pasó por la cabeza el miedo de haberme precipitado, ya que la subida a Luz es dura y larga y la batalla atrás iba a estallar en cualquier momento.

Mis piernas ese día estaban predestinadas a marchar como nunca. Y así fue. Las sensaciones eran magníficas y el marco, absolutamente incomparable. Me esperaba una afición inmejorable, los amigos durante toda la subida y desde el coche, Igor, Gerri y Tomás se mostraban exultantes. Algo grande estaba por llegar. Pese a la tensión del momento, quise actuar con sangre fría, sin calentarme y no dejándome cegar por sacar tiempo al reducido grupo perseguidor. Quería saborear en primera persona las mieles del triunfo en la mejor carrera por etapas del mundo, recoger el sueño que me robó Menchov en el Tour del año anterior cuando me sacó del podio de París.

No olvido la última recta de Luz Ardiden. Allí estaba yo solo viendo cómo la pancarta de meta se acercaba. Recuerdo a la afición, a la prensa? Y después, el grito y las lágrimas de rabia y de emoción, todo junto.

¡¡¡POR FIN!!! Fue lo primero que pensé. Era mi etapa mágica en el Tour de Francia, una de las buenas encima, en un lugar mítico en el que grandes campeones del ciclismo mundial también habían estampado su sello y en la que mi equipo lo lograba por partida doble diez años después de Roberto Laiseka.

Para mi la victoria supuso un importante alivio. Saldé una cuenta pendiente con el Tour de Francia. La carrera a la que todos acudimos persiguiendo un sueño y que a veces llega cuando menos te lo esperas.