Hola queridos lectores, nos vamos a presentar, me llamo Claribel y soy la nieta del ciclista Federico Ezquerra, aunque para mí siempre fue el abuelo. Podría hablarles de él cogiendo la hoja de su palmarés en la mano y enumerando todas sus victorias, un montón de ellas, alrededor de 90, pero prefiero contarles cosas que tienen más que ver con el corazón. En esta labor me acompaña mi padre, Federico Ezquerra también, que le tengo aquí al lado y veo cómo se le humedecen los ojos cuando empieza a recordar. A mí me contaron durante años mi padre, mi abuela Ascensión (mujer de Ezquerra) y mi madre cómo durante la vida de ciclista de mi abuelo fue haciendo gestas en las carreras y, sobre todo, en el Tour de Francia.
Comentando con mi padre estos días me venían al pensamiento unas imágenes en Sodupe, en la casa natal de cuando yo era pequeña. Estaba en la cocina de carbón y leña junto a mi abuela y me relataba que cuando corría en el Tour, el abuelo llevaba una vestimenta muy rústica para luchar contra el frío, que consistía en meter periódicos debajo de su jersey de algodón. Cuando estaba al calor de la cocina de leña en pleno invierno miraba por la ventana y no me imaginaba la crueldad de dormir con los tubulares enrollados en su cuerpo para que no se los quitaran o se los pincharan, que es lo que los rivales hacían entonces. Luego, bajaba a ver la bicicleta con la que mi abuelo corría el Tour y que aún conservamos y me parecía imposible que pudiese correr tanto en aquella cosa de hierro que yo no podía ni siquiera mover del peso que tenía, unos 14 kilos dice mi padre.
Otras veces era mi padre el que me relataba sus hazañas en la tienda de bicicletas que tuvimos en Alameda Recalde 46, en Bilbao, durante 56 años mientras yo miraba las fotografías colgadas de las paredes y a mi abuelo trabajar con las manos llenas de grasa. El olor del caucho de los neumáticos, el ruido de las cadenas de bicicletas, mi abuela sentada en una silla junto al perro pointer que teníamos. Ese era el escenario en el que me relataban sus proezas ciclistas. Una de ellas era cuando en pleno Tour se levantaba del sillín, miraba para atrás y se escapaba por las carreteras llenas de piedras del Galibier para subir el primero. Bajo el frío, lo coronó dos veces: en 1934 y 1936, año en el que batió el récord de ascenso y al modificar la carretera ya no se lo pudieron quitar. Me solía coger mi padre en brazos y me acercaba a una foto de mi abuelo en pleno ascenso al Galibier.
Mi abuelo fue un gran escalador. En aquellos Tours de los años 30 le preguntaron una vez a Vicente Trueba, La pulga de Torrelavega, si era él el mejor escalador del mundo. Respondió que no, que había otro mejor, más joven, pero con mucha mala leche. Se refería a mi abuelo Federico.
También me contaron la historia de la etapa que ganó en el Tour de 1936, entre Niza y Cannes. El día antes ya les dijo a todos los periodistas que estaban allí que iba a atacar y a ganar. Así fue. En la foto de la celebración aparece con una botella de champán. La tiene cogida con la mano derecha por el cuello. Mi padre me contaba que no estaba esperando a abrirla para celebrar la victoria, sino que la agarraba así por si acaso alguien, belgas o franceses, se le acercaban para intentar agredirle por haber ganado. Años después, en un viaje que hice a Francia, cuando estuve en Niza y Canes parecía que estaba viendo correr a mi abuelo allí.
Fede ganó su etapa en el Tour un 18 de julio de 1936, el día que estalló la Guerra Civil española. Así que al acabar ese Tour él y Julián Berrendero decidieron no volver. Se instalaron en Pau y mi abuelo le escribió a mi abuela para que fuese a su encuentro. Para cruzar la frontera tuvo que pasar ropa puesta de él y de ella, ya que no dejaban pasarla. Estuvieron dos años viviendo en Francia. Para conseguir dinero, mi abuelo y Berrendero corrían por toda Francia y viajaban a Suiza. Una fábrica de bicicletas francesa le propuso a Ezquerra crear un equipo en torno a él porque estaba convencida de que era serio candidato a ganar el Tour. Al final aquello no se consumó porque a mis abuelos les habían declarado casi prófugos en España y tuvieron que volver.
Eran los tiempo de René Vietto, de Antonin Magne y esta gente. Cañardo, el navarro, ganó una etapa un año después que mi abuelo, en el 37. Y al siguiente, logró el gran Gino Bartali su primer Tour al que sumaría otro diez años después, tras la Segunda Guerra Mundial, en el 48. El italiano era un buen amigo de mi abuelo. En 1990 se enteró de su muerte (febrero de 1986) y apenado escribió una dedicatoria en una foto suya para que nos llegase a nosotros. La tenemos colgada en la pared de la casa de Sodupe.
Cuántos recuerdos me quedan por contarles... Mi padre me dice que no me olvide de lo de la tortilla. Lo cuento. Tiene gracia. Yo recuerdo al abuelo devorando platos y platos de alubias y chuletones impresionantes. Tenía buen apetito. Pero en los años 30 y en el Tour lo de conseguir comida era complicado. Se lo tenían que hacer todo ellos la noche anterior en el hotel y hasta se llevaban la gallina bajo el brazo cuando cogían el tren para ir a correr el Tour. Una vez en un hotel antes de una etapa, estaban él y Berrendero tratando de explicar a las dueñas que querían una tortilla para el día siguiente. Como no sabían ni una palabra de francés, a Berrendero no se le ocurrió otra cosa que explicarse por señas, así que se agarró las partes como para señalar los huevos y les volvió a decir que quería una tortilla. Las señoras se escandalizaron al principio, pero luego comprendieron y les hicieron la tortilla.
Ese era Federico Ezquerra y esas su hazañas en el Tour. Pero para mí simplemente era mi querido abuelo al que miraba cuando andaba por casa de un lado a otro, en su huerta, llevándome al colegio y dándome consejos que adquirió en las carreras que luego me han guiado en muchas ocasiones en la vida, aquella persona vital con cuerpo fibroso, la factura de todos sus esfuerzos reflejados en la cara, pero ante todo y por encima de todo, su amor por el hijo que hace honor a su persona porque los dos son magníficas personas. A veces veo a mi padre y me parece que estoy delante de mi abuelo. Tiene sus gestos, su misma forma de hablar, el cuerpo. Me doy cuenta entonces del gran luchador que fue Federico Ezquerra y que fue eso lo que le llevó al Tour, a aquella vida dura de bicicleta sobre caminos de piedra, bajo la lluvia o la nieve. Tenía genio, carácter. De niña quise ayudarle un día en la huerta y acabé pisando todas las cebollas. No vean cómo se puso. Hasta que me miró a los ojos y se calmó con una sonrisa. Dicen que fue un gran ciclista, el primer gran corredor vasco de la historia. Lo será, pero fue mejor padre y abuelo.