al final, la naturaleza se salió con la suya. Por más que la organización trató de buscar ayer un camino alternativo para la disputa de la décimo novena etapa, la nieve se puso terca y reclamó la montaña para ella sola. Ni Gavia, ni Stelvio, ni los puertos de reserva. El Giro se vio obligado a suspender la etapa por las pésimas condiciones meteorológicas. El pelotón se libraba así de una lucha contra los elementos, de una tortura como la que vivieron los participantes en el Giro de 1988, cuando también en el Gavia, Pedro Delgado, Franco Chioccioli y compañía completaron la que se recuerda como la etapa más dura de la historia. Con temperaturas bajo cero, barro en lugar de asfalto y un descenso imposible sobre un piso helado, llegar a la meta se convirtió en una proeza irrepetible. La decisión de ayer deja claro que en el ciclismo moderno prima la seguridad de los ciclistas sobre las gestas legendarias contra la naturaleza. La épica es cosa de otros tiempos. Hace ahora 25 años, la corsa rosa ascendía el Gavia en el marco de la décimo cuarta etapa. Tras el paso por la cumbre, el pelotón debía descender y llegar a la meta de Bormio, completando un trazado de 120 kilómetros. El líder de la carrera era Franco Chioccioli, con 33 segundos de ventaja sobre Urs Zimmermman.
La mañana amaneció desapacible y, con un cielo plomizo que regaba el suelo con una lluvia incesante, la primera ascensión de la etapa al Aprica no tuvo mayor problema. A las faldas del Gavia llegaron escapados el italiano Pagnin y el suizo Joho, pero nada más comenzar la ascensión, el holandés Van der Velde les adelantó para llegar a la cumbre en solitario. A pesar de coronar con un minuto de ventaja sobre Hampsten y Breukink, quien ganaría la etapa, Van der Velde llegaría a meta en última posición. Los 25 kilómetros de cima a la meta, todos en descenso, fueron un infierno.
Pedro Delgado relataba en febrero en la revista Urtekaria, que aquella etapa ha sido la más dura de su vida. Confiesa que en el Gavia el asfalto daba paso a la tierra. Con dos dedos de nieve, la bicicleta casi no podía circular sobre el barro. Ya en la cumbre, el segoviano se paró para envolverse en un maillot térmico y ponerse unos guantes. Ni siquiera con la ayuda de Enrique Sanz, un mecánico del Reynolds, fue capaz de meter las manos en los guantes. Sin sensibilidad, los dedos se doblaban y se resistían a entrar. Algunos ciclistas echaban pie a tierra y se calentaban las manos con los tubos de escape de las motos y los coches. Delgado relata el descenso como 25 kilómetros en los que era imposible gobernar la bicicleta. Los frenos no funcionaban y con la tiritona cada curva era un cara o cruz con la muerte.
El segoviano, que durante días sufrió síntomas de congelación en las manos, se asustó cuando vio a varios corredores dar pedales en dirección contraria. Finalmente se dio cuenta de que era una estrategia para luchar contra el frío: "Subían cien metros para entrar en calor y luego volvían a descender". Ya en la meta, el ciclista que poco después ganaría el Tour de Francia, se quedó sorprendido al ver a los periodistas quitarse sus abrigos para tapar a los corredores que llegaban exhaustos. El caso más extremo fue el de su compañero Javier Lukin: "Las azafatas del podio le ayudaron a quitarse la ropa húmeda. Luego alguno le comentó que había estado desnudo con las azafatas y él lo negaba todo. ¡Había llegado tan muerto que no se había dado cuenta!".