Pau. Igor González de Galdeano recuerda que un 18 de julio de hace diez años llegó a la estación de esquí de La Mongie, en el Tourmalet, y que, de repente, ya no le seguía el ruido, ni la nube de histeria, ni nada de lo que le rodeaba desde hacía siete días. Se había ido la luz. Había dejado de ser líder del Tour. Desde entonces ningún otro vasco lo ha sido. Siguen siendo cinco: el alavés, durante siete días, el último, y, antes que él, Roger Lapébie (8 días), José María Errandonea (2), Gregorio San Miguel (1) y, claro, el otro san Miguel, Indurain (60).

También un 18 de julio pero de hace 75 años, precisamente en Pau, Roger Lapebie, baionarra, se convirtió en el primer ciclista vasco que lideraba el Tour, el de 1937, que él mismo acabó ganando y que se vio envuelto en la polémica porque el equipo belga que lideraba Sylvere Maes se retiró en bloque. Bramaban contra el trato preferencial, o eso decían ellos, de Henri Desgrange con la selección francesa. El director del Tour había tomado algunas decisiones poco arbitrarias. Borró del recorrido las cronos en las que abrumaban los belgas. Y, no fue cosa de Desgrange, Maes fue sancionado al llegar a Pau con 15 segundos por recibir ayuda irregular de sus compañeros de equipo. Coléricos, volvieron al hotel e hicieron las maletas. Despejado el camino, Lapébie heredó el liderato de Maes. Era el primer vasco que lo hacía en el Tour.

Y que lo ganaba. Se llevó ese, el del 37, poco antes de que el ruido de los cañones mandara a los ciclistas a las trincheras. Lapébie, de todas maneras, es posible que hubiese podido ganar algún Tour más antes de la guerra si no se hubiesen dado dos circunstancias. Una de ellas, la segunda, incontrolable y definitiva, fue la que le retiró del ciclismo con solo 28 años tras una grave caída en la Burdeos-París del 39. Pero no fue un drama. Esquivó el golpe y triunfó en la vida tanto o más que sobre la bicicleta. Hizo una fortuna trabajando con comités de empresa y cooperativas y como agente comercial de una compañía metalúrgica. Vivía en Burdeos, conducía un Porsche, tenía barco y un restaurante de etiqueta en Arcachón. Lo tenía todo hasta que se divorció de su segunda mujer; entonces, lo perdió todo menos la sonrisa. Tuvo que volver a la carretera, pero como jornalero, y lo hizo sin frustración. "No guardo ningún rencor a las mujeres; las he querido demasiado como para odiarlas ahora (La gran historia del Tour)", solía decir. Hasta los 65 años vivió con una joven hermosa de la que se separó por su propia voluntad porque pensaba que ella tenía toda una vida por delante mientras que la suya comenzaba a quedarse detrás. Se recluyó en su casa de Talence, a las afueras de Burdeos. Allí dedicó sus últimos años a mimar sus rosales.

La primera razón que le impidió ganar otro Tour tenía que ver con su carácter. Lapébie era inconformista, rebelde, insumiso y agitador. Un tipo incómodo para Desgrange. En el epílogo de su vida aún insistía en sus reivindicaciones: "No éramos más que ganado. Querían que nos condujésemos como esclavos y que corriésemos muertos. Yo amaba la vida, y la vida era la bicicleta, por lo que no podía soportar tales prácticas". Su enemistad con el director del Tour acabó en tragedia. En 1938, un año después de su triunfo en París, Desgrange le prohibió tomar la salida.

Errandonea y San Miguel Treinta años tardó un ciclista vasco en volver a liderar el Tour. En 1967, José María Errandonea ganó el primer prólogo de la historia de la grande bouclé en Angers ante los ases de la época que eran Janssen, Poulidor o Simpson. Y eso que el irundarra tuvo que cubrir el recorrido en plena noche cerrada y sin apenas iluminación. Lo malo es que lo perdió antes de lo deseable. Corneado por una fea caída en la segunda etapa, abandonó el Tour desconsolado y dolorido por un forúnculo. Errandonea solo durmió, y es mucho, dos noches de amarillo.

Una sola noche amarilla vivió, por su parte, Gregorio San Miguel, que antes y después de ciclista fue ebanista en Balmaseda y llegó a ser profesional por la vía sangrienta de la tortura. Trabajaba y, por las noches, salía a entrenar. "Entonces no era como ahora. Cuántas veces habré llegado a casa andando, a oscuras. Y a cuántas carreras habré ido en bicicleta y, claro, habré vuelto tras correr", dice el vizcaino, que vive con su mujer a las afueras de Zalla en una casita preciosa con una piscina que rodea un jardín en el florece la calma y una terracita cubierta donde San Miguel, sentado a la mesa, repasa una mañana soleada de junio su noche mágica en el Tour de 1968. "Solo por aquel día y aquel amarillo, mereció la pena tanto sacrificio", cuenta mientras saca de una carpeta una doble página de un periódico madrileño que festejaba su liderato en el Tour con un titular gigantesco: "El ebanista de Valmaseda".

El día más maravilloso de la vida deportiva de San Miguel lo pasó en Grenoble, final de una travesía dantesca por los Alpes, con lluvia, frío y nieve. "Llegamos de uno en uno y el líder era un alemán -Wolshfoll-, pero yo no supe que me había puesto primero hasta que vino un hombre y me lo dijo", rescata. "No recuerdo muy bien cómo reaccioné. Estaría feliz, me imagino. Subí al podio y me pusieron el maillot. Eso sí, recuerdo que fue algo increíble. Todo el mundo me hacía preguntas, la prensa me rodeaba…". Luego, le apartaron de aquel maillot de lana amarilla que era un tesoro. "Se lo llevaron para bordar a mano la publicidad del equipo, el KAS, en el pecho y en las mangas". No se lo devolvieron hasta bien entrada la noche. Y lo dejó ahí, sobre la cama, brillando en la oscuridad mientras el vizcaino apenas podía pegar ojo. "Estaba nervioso, más que nunca antes, y me costó dormir". Claro, se estaba jugando el Tour. O el podio. Lo perdió todo al día siguiente y de la manera más dolorosa. "El KAS entonces pensaba más en la general por equipos que en otra cosa". O fue eso o un error táctico, pero cuando San Miguel, solo y amarillo, empalmaba con el grupo cabecero al principio del último puerto de la jornada y tras pasarse 15 kilómetros persiguiendo, atacaron Aurelio González y Gandarias, sus compañeros de equipo. El líder, ahogado, se vino abajo. Acabó cuarto y desconsolado aquel Tour, pero volvió a casa con el maillot amarillo en la maleta, una joya que suele estar colgada de las paredes del restaurante Kate Zaharra de Santo Domingo.

Tras Indurain, Galdeano El de Igor González de Galdeano, el único de los siete que le queda porque los demás tenían alas y volaron, está enmarcado y guardado en el txoko de su casa de Gasteiz, junto a otros maillots y decenas de fotos que recogen los momentos más significativos de su carrera deportiva. La trayectoria de Igor fue paradójica. Era el mejor junior de su generación, uno de los mejores talentos, después, de aquel Banesto aficionado que era una mina y pasó a profesionales por la puerta pequeña del Equipo Euskadi. Su evolución profesional fue lenta y él suele explicar esa circunstancia diciendo que hasta muy tarde no asimiló que para ser ciclista no bastaba con el talento, sino que había que ser minucioso con los detalles. Le enseñaron a entrenar. Y a comer. "A mí me tiraba mucho lo de comer". En aficionados, Igor ya era un buen contrarrelojista que pasaba la media montaña y ganó una Bira pero que patinaba en los grandes puertos. Normal. Era una mole. Pesaba 80 kilos. Algo más en algunos inviernos. Cuando quedó segundo en la Vuelta de 1999, estaba en 69 kilos. Había bajado diez en seis años. Cuando arrancó el Tour de 2002, rondaba los 70 y se ajustaba al prototipo de los ganadores modernos de la carrera francesa. Grande, fuerte, poderoso en la crono y resistente en la montaña.

Su evolución tras un proceso paciente y minucioso, le equiparaba, además, a Indurain, lo que él detestaba porque, pese a ser un admirador del navarro, como todos los adolescentes de los años 90, pensaba que él tenía su propia identidad. Quiso evitar las comparaciones para huir del fantasma del navarro. Como para no hacerlo: Indurain era el irrepetible de los cinco Tours, todos desde 1991 a 1995, y los 60 maillot amarillos.

Igor prefería la tranquilidad, y en eso también se parecía a Indurain. Hasta que le arrinconó la histeria. Era líder del Tour.

Fue tras la crono por equipo de Rouen en 2002 que ganó la ONCE. Estaban todos sudorosos, tensos, agotados, sin poder amaestrar las pulsaciones en el interior del autobús del equipo esperando a que llegase el US Postal de Armstrong y cuando eso ocurrió fue una explosión de júbilo. Algunos se abrazaron como hermanos que se reencontraban tras pasarse años sin verse. Otros, lloraban. "Fue uno de los momentos más especiales de mi vida", recuerda Galdeano. "Siempre le digo a todo el mundo, y más que a nadie a los corredores de ahora, que ser líder del Tour es algo increíble. Al menos, lo más increíble que me ha pasado a mí como ciclista".

Galdeano recuerda el revuelo, el ruido ensordecedor, la locura que le rodeaba a diario antes y después de las etapas. "Yo calculo que tardaría una media de dos horas más por día que los demás en llegar al hotel". Pero era un trastorno halagador. "En ese momento, me sentía el centro del universo. Todo el mundo me miraba y quería hablar conmigo, tocarme, saludarme, sacarse una foto. El maillot parecía que tenía imán o que era mágico". La primera noche que pasó de amarillo en la habitación del hotel que compartía con su hermano Álvaro se quedaron un buen rato mirando ese tesoro de tela amarilla. "Lo pusimos sobre la cama y así dormimos, aunque poco. Por los nervios". "Yo no sé lo que representó para otros ciclistas llevar el amarillo", abunda el alavés, "pero en mi caso era algo especial porque sentía que no era solo mío sino que veía reflejado en él a todo el equipo". Aquella era la Once de Manolo Saiz, de Beloki, Pradera, Nozal, Álvaro…

"¿Y ahora qué?", le preguntaron a Igor tras ponerse líder. Y el alavés, desde su burbuja, se encogió de hombros y miró a un lado. "Ahora, lo que diga Manolo". O, podría haber dicho, lo que decida Armstrong, el ogro del Tour que todo el mundo esperaba diese su primera estocada en la crono de unos pocos días después, ganase la etapa y se quitase a Galdeano del medio. No ocurrió ni una cosa ni otra. Botero ganó la crono y el alavés siguió de líder. ¿Y si Armstrong no era ya súperArmstrong? Nadie quiso responder a esa pregunta. Galdeano se animó entonces. "Armstrong siempre nos sacaba un minuto o más a los demás y eso ha cambiado. Y eso es porque Armstrong no está tan bien como otros años, y nosotros estamos mejor". Al menos, el líder esperaba serlo hasta los Pirineos, hasta la llegada a La Mongie, en el Tourmalet.

Antes de eso, una mañana el Tour se levanta con una portada de L'Equipe inquietante. Se lee: "¿Hay caso Galdeano?". Se refería a un control en el que se le había detectado salbutamol, una sustancia permitida cuando se usa inhalada para tratar el asma y siempre que haya una prescripción médica que la justifique. Ese era el caso del alavés. Lo decía el propio diario francés en la información. Que Igor tenía justificante terapéutico y que la UCI no consideraba que hubiese caso Galdeano. Punto y final. Igor no quiso hablar del asunto, siguió centrado y se adentró con su traje amarillo en los Pirineos. Estaba disfrutando de su sueño de niño.

Duró siete días. La tarde del séptimo, cuando llegó agotado, al límite, aplastado por el calor francés, a la estación de La Mongie tuvo que entregar el maillot a Armstrong, demoledor en el primer asalto a la montaña. "Entonces", recuerda, "desapareció el ruido. Perdí el amarillo y fue como si se hubiese ido la luz".