Duración: 3 horas y 24 minutos
69%Primer servicio 56%
12Puntos directos de saque16
3Dobles faltas1
38Errores no forzados25
76%Puntos ganados primer servicio 69%
49%Puntos ganados segundo servicio 48%
62Puntos ganadores 46
40%Puntos ganados al resto 33%
4/12Roturas conseguidas 3/7
53/68Puntos en la red 24/39
209Servicio más rápido (Km/h) 214
186Media primer servicio (Km/h) 194
157Media segundo servicio (Km/h)1413
151Puntos totales 137
VITORIA. No saca a pasear el rodillo como antaño, aunque ni falta que le hace. Le basta con ese aire cansino, casi sin despeinarse, para maniobrar la muñeca a su antojo, sortear sin aspavientos las ocasiones en que se asoma al precipicio e ir dejando rivales por la cuneta. Le tocó ayer a Andy Murray y su reto de erigirse en el primer británico en elevarse a los altares en Wimbledon desde que lo hiciera Fred Perry en 1936; y es que Roger Federer no entiende de liturgias ni de sentimentalismos, pues lo suyo es agrandar su orondo palmarés pese a los 31 años que cumplirá el próximo 8 de agosto y los dolores de espalda que van y vienen como sus golpes. Dos años después, desde que lo cediera a Nadal -y después este a Djokovic-, el de Basilea recupera el número uno tras rubricar su séptimo cetro londinense -el 17º Grand Slam de su carrera-, lo que le permite asimismo igualar las 286 semanas de Sampras en el trono. Legendario.
"Nunca decepcioné en una final aquí, la única vez que perdí fue con un 9-7 en el quinto set", avisó la víspera el de Basilea mientras el Reino Unido presionaba hasta el límite a su compatriota, incluso quienes nunca soportaron su acento escocés. En una superficie que exige un tenis más práctico, de una mayor efectividad y donde los golpes liftados, el servicio y las voleas son parte fundamental sin la cual no se puede llegar lejos, Federer volvió a disfrazarse de monarca. Y no le importa verse de vez en cuando contra las cuerdas, como contra Benneteau y Malisse, ya que en cuanto se le abre el cielo, como pasó frente a Youzhny, devora el paraíso a bocados. Algo similar le ocurrió ante Murray, a quien le hizo soñar prestándole la primera manga, para acabar arrollándole en cuatro sets (4-6, 7-5, 6-3 y 6-4) y habilitada ya la cubierta por la lluvia. Eterno.
Saltó Andy arropado por enfervorizados 15.000 espectadores que portaban la bandera de la Cruz de San Andrés al aire, presto y dispuesto a quebrar el orden establecido mientras Nole veía el traspaso de poderes por el televisor y Nadal, desde Cerdeña, donde carga pilas de cara a los Juegos Olímpicos. Dicho y hecho, se impuso al resto en el juego inicial en un tramo donde Federer remó a contracorriente con el rictus dubitativo y un manejo rígido a ras de césped que le condujo a errar demasiados primeros servicios, mientras el local cometía menos errores no forzados y subía al casillero más saques directos. Se iluminaba el rostro de la princesa Kate Middleton y hasta ondeaba el estandarte escocés en Downing Street, residencia del primer ministro David Cameron. Murray apelaba al bagaje de enfrentamientos con el helvético, donde mandaba 8-7, y su esperanza engordó cuando, bajo el silencio de la central, el juez de silla español Enric Molina validó el 6-4 tras una hora de juego, merced a un saque seco a 210 kilómetros por hora sobre el cuerpo del mito. Simplemente, un espejismo.
Todas esas bolas que en la semifinal ante el serbio mandó Roger a las líneas, o se marchaban largas o se estrellaban en la red. El segundo parcial fue un tiovivo de oportunidades de romper el servicio del adversario en el que Murray continuaba destilando mayor templanza, marcaba el tempo y parecía poner pies en polvorosa hacia su hazaña. Y ahí emergió Su Majestad. Equilibró Federer un 30-0 con 6-5 y se quitó de encima el tie-break con un par de puntos de jerarquía que igualaban el combate: el primero, una volea de derecha; el segundo, un exquisito revés. No quiso faltar a la cita el líquido elemento, que obligó a interrumpir el partido media hora (1-1 en la tercera manga y 40-0 para el suizo), y fue como si ese techo traslucido que filtraba la luz de forma uniforme, y que imposibilitaba las sombras, se aliara con el maestro. Inmortal.
por los suelos, un síntoma Una instantánea simbolizó el cambio de tercio: Murray resbaló para caerse sobre su tobillo izquierdo, percance que afectó más a su cabeza que a su físico, puesto que fue como si el de enfrente olisqueara la sangre. Subido a la montaña rusa, falló Federer con una devolución de derecha invertida, otra de revés y en un toque sin sentido... Pero no en un globo que de nuevo mandó al contrario a la lona. 4-2, prólogo del ace y 6-3. Andy ya se había transformado en un jugador taciturno, gesticulante y sin la agilidad, explosividad y recursos de los compases precedentes. El marido de Mirka, a la que siempre buscan los focos a modo de amuleto, se encaminaba hacia el enésimo éxito con la fuerza de una locomotora tras romper (3-2) con un passing de revés cruzado digno de su currículo, haciendo oídos sordos a los vítores que aún el respetable lanzaba a Murray.
Lloró luego Federer, agua salada en las mejillas para la posteridad, como pocas veces antes, más emocionado que nunca, sobre la alfombra del All England Club. "En los dos últimos años he dejado escapar muchas ocasiones, pero nunca he dejado de creer y he recuperado la confianza", sostuvo. A su lado, Andy mascullaba su cuarta derrota en la final de un grande -la primera en que al menos logra ganar un set-. "Me voy acercando", dijo también entre sollozos, "pero no va a ser fácil... Quiero felicitar antes que nada a Roger, no ha jugado nada mal pese a tener 30 años". Con Lendl -que también perdió sus primeras cuatro finales- Murray ha mejorado el servicio y ha ganado en autosuperación y concentración. Su madre, Judy, temperamental por naturaleza, admite que es un alivio ver jugar ahora a su hijo sin maldecirse constantemente a sí mismo. Pero Federer, que no había paladeado un Grand Slam desde Australia en 2010, puso una vez más a trabajar su muñeca mágica y embriagó a los presentes con tenis de altos quilates, puntos deliciosos, propios del mejor de la historia. Sus hijas, Myla y Charlene, lo observaban desde el palco del estadio. Su padre, el de este deporte, es indestructible. Perpetuo.