Lieja. Los ciclistas dicen que empiezan a sentirse viejos cuando un día miran a su alrededor en el pelotón y no reconocen los rostros imberbes de quienes les rodean. Eusebio Unzue dice sentirse como un niño aunque achaque a la edad haberse levantado a las 6.00 de la mañana, cuando aún paseaban por la calle las sombras de la noche, y reconozca que ya no reconoce a nadie en el Tour. "No queda ninguno de mi época, solo algunos ciclistas que ahora se dedican a otra cosa". En Lieja ha empezado a dar su trigésima vuelta a Francia. "Pero no soy muy consciente de lo que ha supuesto". Estadísticamente, algo monstruoso: siete Tours (cinco de Indurain, uno de Delgado y otro de Pereiro), decenas de amarillos, decenas de etapas y un puñado de podios. Recorre los últimos 30 julios de su vida a través de los corredores que le marcaron.
Reynolds hizo la maletas para viajar a Francia en 1983, cuando en el ciclismo estatal se corría el Tour para llegar a París, porque suponía el sueño frustrado de José Miguel Echavarri en su época de corredor -corrió en el Bic de Anquetil-. "José Miguel era el más marcado por la historia del Tour. Fue el que más empeño puso y al que más le cuestionaron su empecinamiento. Vivía para ello", recuerda Unzue. A Echavarri, aquellos días previos al Tour, le llamaron loco, iluso, inconsciente y soñador, como si los soñadores fuesen enfermos de alto riesgo. Le decían: "Pero chico, ¿a dónde te crees que vas?". Aquel primer Reynolds casi gana el Tour.
Arroyo, 'el salvaje' Acabó segundo Ángel Arroyo, El Salvaje. Le llamaban así porque era una bestia. Le había forrado de rudeza su infancia campesina. Cargaba sacos junto a su padre, de El Barraco a Cebrero, con el mulo. Cuando le compraron su primera bici, no sabía cómo se andaba. Le habían dicho que con el plato gordo y el piñón pequeño se corría más. Así entrenaba. A lo bestia. Cuando Echavarri y Unzue le inscribieron en el Tour de 1983, en Francia no le conocía nadie. Hasta que ganó la cronoescalada del Puy de Dome. "Ese día fue el que hizo que el equipo estuviese para siempre vinculado al Tour", dice Unzue, que cree que Arroyo pudo haber ganado aquel año. "Tenía piernas para hacerlo, pero ni él ni nosotros teníamos la experiencia necesaria para hacerlo posible".
Delgado, imprevisible Aquella tarde en el Puy de Dome, acabó segundo Pedro Delgado. Delgado dejó Reynolds en 1984 y volvió en 1988 como el gran líder que esperaban Echavarri y Unzue. "Era la fusión de dos piezas que se necesitaban". Reynolds y Perico habían nacido para el Tour. Delgado poseía la genética castellana que decía Echavarri era la elegida para el Tour porque aquellos ciclistas criados en el campo expuestos a todo habían soportado y asimilado el mazazo terrible del calor español. "Pedro soportaba como nadie la temperatura extrema de los Alpes y los Pirineos". Delgado era un ciclista tan espectacular como imprevisible. Unzue recuerda que con él nunca se sabía en vísperas de qué se vivía. "Tenía sus genialidades, lo que pasa es que era imposible saber cuándo iban a ocurrir". Su mayor genialidad fue aquel Tour. "Perico no solo nos condenó para siempre a identificarnos con esta carrera, sino que dio a conocer este deporte en España".
Indurain, irrepetible Mientras Reynolds disfrutaba de lo mejor de Delgado, bajo la sombra del segoviano empezaba a crecer un mozo navarro, de Villaba, 1,89 de estatura y piernas macizas que antes de ser corredor pensaba dedicarse al campo, como su padre. Indurain hizo un máster con Perico en el Tour. En unos años, aprendió todo lo que tenía que saber para ganarlo. Ganó cinco, un lustro maravilloso entre 1991 y 1995 que Unzue sitúa entre el delirio y el sinvivir. "Miguel era otra dimensión. Nos hizo cambiar nuestro planteamiento. De ir a ganar al Tour empezamos a ir a no perderlo. Era una máquina tan perfecta que parecía que era imposible que no ganara".
Indurain impactaba cada vez más por su señorío y porque su repertorio parecía no tener límite. "Supo ser inteligente para sacar partido a sus cualidades. Lo que más sorprendió fue que rompió el listón del hombre tipo del Tour. Hasta su llegada, nadie podía imaginarse que un ciclista con ese cuerpo podía ganar el Tour porque era un desafío a la física. Los expertos solo veían un montón de kilos que era imposible arrastrar en las grandes montañas de los Alpes y los Pirineos", reflexiona Unzue, que valora que Indurain supiera sobrevivir a aquellos rivales que tenían el perfil de los escaladores de toda la vida. El navarro aplastaba en la crono y dominaba a los especialistas en la montaña. Aún así, se le reprochaba su falta de agresividad. "Corría a la defensiva, por supuesto, pero porque se lo permitían las circunstancias. Su superioridad contra el crono hizo que hubiese pocas oportunidades para verle al ataque. De todas maneras, cuando lo necesitó y lo hizo, fue algo espectacular". Unzue habla, por ejemplo, de la tarde de Lieja en el Tour de 1995. "Fue su representación más espectacular, la más recordada".
Tras la derrota ante Riis en el Tour de 1996 y el oro en los Juegos de Atlanta, Indurain dejó el ciclismo, una decisión repentina y, a la vez, previsible. Al navarro solo le estimulaba el Tour. Solía decir que el día que no estuviese convencido de que podía ganarlo, temía que no fuera capaz de superar el sufrimiento que le costaba prepararlo. Tras la Clásica de Donostia de 1995, donde habitualmente renovaba por dos años, Indurain les dijo a Unzue y Echavarri que solo firmaría por uno más y que, después, vería lo que pasaba. El Tour de 1996 fue el último.
Para Unzue, aquello fue volver a la normalidad, aterrizar. "Lo que sentí entonces fue una especie de liberación porque fueron seis o siete años de estrés increíble durante los cuales ganar solo era hacer los que debías. Llegó a resultar poco gratificante. Solo cuando conseguías las cosas dejabas de sufrir. Con Miguel cada vez costaba más disfrutar de un triunfo".
Olano, Zulle, Mancebo… También invadió al equipo un sentimiento de orfandad insondable tras la marcha de Indurain. Era insustituible y su herencia le cayó a Abraham Olano sobre los hombros como una losa pesadísima. A Abraham le exigieron que fuese como él. Resultó injusto. "Muchas veces se pasa por alto que Olano lo hizo muy bien con nosotros en el Tour. Consiguió una etapa en 1997 y ese año rozó el podio. En 1998, además, ganó la Vuelta, para mí una de las victorias más gratificantes por el perfil sufridor de Abraham".
A Olano le sustituyó Zulle al frente de Banesto en 1999. En ese Tour, el suizo acabó segundo. "Zulle era una bestia física capaz de todo. Sin la caída del Passage de Gois, Armstrong lo habría tenido muy difícil para ganar el Tour". Los últimos catorce años en el Tour de Unzue son los de la lucha por el podio en la época de Mancebo y el triunfo inesperado de Pereiro, el gallego que tardó un mes y un año en vestirse de amarillo en un podio improvisado en Madrid tras la descalificación por dopaje de Landis.
Ahora, el Movistar es Valverde, que regresa este año al Tour tras tres de ausencia y cuya impronta en la carrera francesa es la etapa de Courchevel en 2005 y otro triunfo y el amarillo durante unos días en 2008. "Más que en el Tour, Alejandro nos descubrió las clásicas como un objetivo factible que no habíamos podido conseguir antes ni con Delgado ni con Indurain. Con él aprendí a apreciar y sentir las clásicas". En Valverde detiene Unzue, de momento, el repaso a treinta Tours que empieza en Arroyo.