Es cierto que la Federación Internacional de Automovilismo está abarcando todo lo que se extiende su potestad para plasmar un Campeonato del Mundo equilibrado. Véase la ordenanza a Red Bull de prescindir de dos de sus evoluciones: el piso inferior agujereado y el sistema de refrigeración de los frenos delanteros. Mecanismos que ha montado en sus monoplazas hasta este mismo fin de semana y que, con la irrupción del Gran Premio de Canadá -recordar que esta cita llega después de la primera victoria de la escudería austríaca, la de Mark Webber en Mónaco-, llegada la minuciosa inspección, se han visto como ilegales.
Pero ahí está también, lejos de la burocracia a la que siempre hacía referencia el genial Ayrton Senna, el inmenso potencial y voracidad de los contendientes que, ayudados en mayor o menor medida por la perceptible voluntad de igualdad, luchan por ser los mejores. Al margen de la política rectora, rescatando y apelando a esa filosofía del piloto paulista del pure driving, real racing, 2012 está siendo tan disputado como inédito. Jamás en la historia las siete primeras carreras de un Mundial habían traído consigo siete ganadores distintos. De hecho, hasta la entrada en este curso solo se había dado el caso de cinco. De modo que la gama de aspirantes es más plural que nunca. El caprichoso campeonato es demócrata. Ayer la vez fue para Lewis Hamilton: el que faltaba, el único de los candidatos de invierno que aún no se había subido a la cumbre del podio. Un dato de plomo, que pesa mirando a la audiencia, más que la voz disidente de Sebastian Vettel, cargado con pólvora de ironía ante la sucesión de los hechos, puesto que sabe que puede ganar el título y, de ser así, albergaría mayor épica y satisfacción personal. "Ahí tenemos las piezas, por si ahora resulta que nos dicen que sí que valen", decía, con el modo todoterreno activado.
El poleman Vettel se sabía con ritmo, además, conservó la posición de partida. Nada varió en las posiciones de cabeza respecto a la previa. Lo único que alteró la consonancia fue la agitación ya habitual de Massa. Sexto en la parrilla de salida, dejó atrás a Rosberg, pero su periplo duró seis vueltas, hasta que un trompo apagó sus opciones.
El acordeón que formaban Vettel, seguido por Hamilton y después Alonso cedía y recogía. Concretamente se encogió a medida que se fue aproximando la primera visita al pasillo de los garajes. El respeto, propiciado por la paridad, enfundó el primer tercio de la carrera canadiense.
El primero en sustituir los neumáticos fue Vettel. Corría la vuelta 16 de las 70 pactadas. Una más tarde fue el momento de Hamilton, que regresó a la pista como líder. Si bien, Fernando Alonso accedió en la 19 y su vertiginoso ritmo le hizo avanzar hasta la punta de la prueba. Sería la única parada del asturiano y, a la postre, su condena.
Poco se estiró la satisfacción de Alonso, pues Hamilton le rebasó unos recodos más tarde. El inglés, que se distanció 3 segundos, pedía turno con la victoria.
La prueba entró al frigorífico. Adoptó un estado de congelación irremediable. Entonces, consumido el sopor, con 20 vueltas para el final, unos fogosos golpes de la esbelta Kim Kardashian, novia de Hamilton, irrumpieron la calma. A su pareja le acababan de volver a lastrar sus mecánicos en la segunda parada en boxes, poniendo en peligro su triunfo. Otra más. "Da todo lo que tengas", le exigían por radio al de McLaren. Y es que Alonso buscaba otro salto, una manera de forzar sus gomas que seguramente no hubiera aplicado de saber que plantearía una estrategia de una parada, siendo el único de cabeza en apostar así.
duelo de ambición Vettel, segundo y a rebufo del asturiano, aguardó para ver qué hacía Alonso. Y éste, más de lo mismo. El resultado: ambos, que solo comprendían la victoria, se la jugaron a una parada; Pérez y Raikkonen habían demostrado en el primer stint que era posible. "Si corremos para hacer segundo es más triste", avalaría luego el samurai Alonso, que, sin embargo, con su osadía se hizo el hara-kiri. Parecía que Ferrari contaba con manga ancha, que resistiría en el liderato con la rectificación de la estrategia, pero con solo 5 vueltas en el horizonte los calzos dijeron basta. La supervivencia pasó a ser un ejercicio imposible. Hamilton, renovado de suela, iba a por su presa como un velociraptor. El inglés robó 4 segundos por vuelta. Vettel claudicó primero. Se bajó los pantalones, pidió arrenuncio y fue al garaje para cumplir con los pronósticos de dos cambios de neumáticos. Así salvaría los muebles para ser cuarto. Fue ágil en el remedio.
Alonso, hijo adoptivo del riesgo, se quedó solo, aislado con su galimatías de la resistencia de materiales. Los persecutores eran licuadoras. Primero fue Hamilton, luego Grosjean -el sigiloso aunque evolutivo francés logró su mejor resultado en la F-1-, después Pérez y por último Vettel quienes trituraron al Ferrari con apenas caucho. La oposición a la victoria de Alonso, que llegaba líder a Montreal, fue admirable, incluso loable pensando en espectáculo, pero no hubo productividad. Desfalleció extasiadas sus ruedas. Murió ahogado en la orilla. Fue quinto y cedió su trono a un Hamilton que, con la clarividencia de su equipo, porque llegó a dudar de su estrategia natural de dos paradas, se vio vencedor. Y van siete distintos. El británico, el esperado, cuenta con en su saca con dos puntos más que Alonso.