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Todos los ciclistas son duros, especiales, la otra pasta que dicen, pero Andrey Amador (San José, Costa Rica, 1986) es otra cosa. Se ha doctorado en supervivencia. En el Tour es último, pero corre mermado. Con una pierna. La otra la arrastra desde la primera etapa, cuando en una caída, la misma que atrapó a Beñat Intxausti, el suelo le mordió un tobillo y le provocó un esguince de tobillo de grado 2 cuya prescripción habitual, para los humanos, es esta: "De diez a quince días de inmovilización total". Amador no para, lo que tiene perplejo a Jesús Hoyos, médico del Movistar que lleva unos añitos en esto, que ha visto de todo, a ciclistas llorando de dolor mientras pedaleaban, a otros arrodillados por el sufrimiento, pero jamás nada similar a esto. "Si logra acabar el Tour, será una de las cosas más extremas que habré visto en mis muchos años en el ciclismo. No por la gravedad de la lesión, sino por lo complicado de soportarla en la carrera más exigente del mundo", dice Hoyos. "No hacía falta ser médico para ver que necesitaba un milagro para seguir en carrera". Es lo que está ocurriendo. Un milagro. Otro. Amador ya gastó uno para volver de la muerte. Fue en diciembre pasado. Tal día como el 29. Andrey es costarricense, pero vive en Iruñea desde que aterrizó allí hace unos años para correr en el Lizarte navarro y tiranizar el calendario amateur vasco. Ganó mucho. Y bueno. Gorla en un día de cólera, la Vuelta a Bidasoa... Le fichó Eusebio Unzue para el Caisse d'Epargne, el Movistar de ahora. Es un dorsal más en la grupeta navarra, la de Txente y compañía, pero cada invierno, aprovechando las fiestas de Navidad, cruza el charco y visita a sus padres, que viven en Catargo. Claro, se lleva la bicicleta para entrenar. En ello estaba ese 29 de diciembre pasado. Un día en altitud. Por las cuestas cercanas a Heredia. Montañas preciosas, salvajes. Costa Rica es un vergel. A veces. No aquel día, no para Amador. Mientras pedaleaba le adelantó un coche de cristales tintados que ralentizó la marcha para observarle mejor. Andrey no le echó cuenta. Pensó: un curioso. El vehículo se retrasó y volvió a pasarle lentamente. Preocupante. Más, cuando se detuvo un poco más arriba. A Amador le olió mal y dio media vuelta. Horror. Un todoterreno le bloqueaba el paso en esa dirección. Estaba atrapado. El miedo le gritó: corre. Huyó campo a través. Sin bici, la preciosa Pinarello Dogma que quedó en el camino. Eso no detuvo a los asaltantes. La persecución continuó. Amador giró la vista y vio cañones de pistola apuntándole. Luego, las escuchó. Sentía impactos en las piernas mientras, loco, desesperado, trepaba por una alambrada. Volvió a oír un disparo. Cerró los ojos. Se apagó el día. Creyó morir. Cuando se despertó habrían pasado unas cinco horas. Era de noche pero la luna llena en un cielo estrellado le iluminó el camino de regreso. Desde un supermercado, la primera luz que halló, llamó a su hermano por teléfono. Le fueron a buscar. Superviviente. Luego supo que las pistolas que le apuntaban eran eléctricas. Pese a ello ingresó grave en el hospital. Sufría un edema pulmonar y taquicardias. Escupía sangre. Reaccionó a los tres días. Se sintió resucitado. Un milagro. Una pierna, mil manos. Está cerca de culminar otro. Le queda la etapa de hoy, Galibier y Alpe d'Huez, y la crono de mañana en Grenoble. Corre con una pierna, pero le empujan mil manos desde Costa Rica. Las de la atleta Brenes, la boxeadora Gabriels y el futbolista Nery Ruiz, por ejemplo. "Todos se han volcado con un deporte minoritario allí. Sin ellos no sé si hubiese soportado esto", agradece; "estuve a punto de abandonar, pero eso hubiera sido lo más fácil. Pero quiero acabar el Tour por mi equipo y por mi país", abunda Amador, que es el primer ciclista centroamericano que participa en la Grande Boucle y, claro, el primero que sueña con acabarlo, aunque sea con una pata.