Como Gabriel García Márquez, "la vida no es lo que uno ha vivido, sino lo que recuerda y cómo lo recuerda para contarlo", así Miguel Indurain: "Tengo aquella etapa grabada en vídeo, pero no he querido verla. En la tele se ven las cosas muy diferentes. Mientras tenga memoria, prefiero recordarla como la viví". Así, como la recuerda, la suele contar.
El Tour de 1991 empieza un año antes, en 1990, cuando Indurain trabaja a destajo para Pedro Delgado en los Alpes -apoteósica la etapa de Alpe d'Huez que gana Bugno- y luego aprovecha su día de gloria para ganar en Luz-Ardiden a un Greg Lemond embalado a por su tercer triunfo en el Tour. Cuenta Marino Lejarreta, tercero en aquella etapa, quinto en aquel Tour, que en julio de 1990 supo el mundo que Indurain era algo más que uno de esos tipos capaces de arrastras piedras por el llano, un percherón. "La gente comprendió entonces que Miguel podía ganar un Tour". Era algo que ya sabía Delgado, el líder carismático del Reynolds, el héroe ciclista español, genuino y visceral como antes lo fueron Bahamontes, Tarangu, Ocaña y otros. Perico se lo había dicho a Miguel en 1988, en la etapa de Luz-Ardiden del Tour que ganó el segoviano, tras la exhibición del navarro en el Peyresourde -tiró y tiró hasta dejar el grupo en los huesos, diez almas, y el propio Delgado tuvo que pedirle que levantara el pie-. Por la noche, en el hotel, le confesó: "Tú puedes ganar un Tour". Indurain le miró con aquella mirada serena de la gente del campo: "¿Un Tour? ¿Yo? ¡Qué va!".
Indurain no comprendió lo que Delgado trataba de decirle hasta 1990. Entonces intuyó algo, una posibilidad, mientras a Echavarri y Unzue les arreciaban las críticas, después de que Perico acabase cuarto y enfermo, por no haber dado libertad a Miguel para que luchara por el Tour. El navarro no le entendió así: "Anduve bien, pero no para ganar. La guerra entonces no iba conmigo".
Echavarri y Unzue soportan la tormenta. Saben que escampará. Está cerca de culminarse la trayectoria que se inició en 1985, cuando Miguel descubrió el Tour y comenzó, poco a poco, a enamorarse de la carrera. Desde entonces, Indurain lo ha visto todo y lo ha grabado todo. Ha aprendido de Perico. Le ha visto correr, moverse en el pelotón, gestionar la presión, relacionarse con la prensa, con sus propios compañeros, convivir con el entorno del Tour, siempre tan agotador. "Miguel miraba y lo absorbía todo. Se fijaba en mí, pero también en los demás. Asimilaba las cosas y luego las adaptaba a su personalidad", traza Delgado. "En 1990 fue cuando se completó ese aprendizaje. Estaba preparado", abunda.
La noche de Jaca Cuando un año después el Tour de 1991 arranca en Lyon, el Banesto es un monstruo de dos cabezas, Delgado-Indurain. Miguel, de todos modos, sigue sintiéndose secundario. "Yo tenía libertad, pero Perico era la cabeza visible, el que llevaba el peso". Lo siente así, como lo cuenta, pese a que somete a Greg Lemond en los 73 kilómetros de Alençon, su primera demostración en una contrarreloj del Tour. Lo siente así tras la etapa de Jaca, la primera de los Pirineos, día de gloria para los franceses -gana Mottet y Luc Leblanc se viste de amarillo-, y decepción para la afición estatal, que interpreta la pasividad de Delgado e Indurain en la travesía pirenaica como un síntoma de debilidad.
Aquella noche fue larguísima para José Miguel Echavarri. "Nos llovieron las críticas", recuerda Perico. "Fue una etapa de control, sin más", cuenta Indurain; "nos vigilamos entre nosotros porque entonces Lemond era todavía el que manejaba el Tour. No se dieron las circunstancias para moverse y no lo hicimos. Nunca he entendido eso de atacar por atacar. En todos los Tours siempre hay un momento para ganarlo y hay que saber esperar". Miguel no escuchó el alboroto. "Parece que pasó algo, pero el ciclista tiene que saber abstraerse. No fui consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que por la mañana vino José Miguel y nos dijo: Ha sido una noche movidita. Pero eso no cambió nada. Ese día, el de Val Louron, no salimos con ninguna idea, solo a estar atentos y ver lo que pasaba".
Esa noche las dudas arropan a Delgado, que viene del Giro, con muchos días de competición, y no acaba de sentirse fino, de encontrar las sensaciones. Perico tiene 31 años, lleva una década, desde 1983, batallando en las cuestas del Tour, y el aire de los Pirineos le susurra al oído lo que está a punto de ocurrir.
La venganza de Chiappucci En otra habitación de otro hotel del mismo pueblo, Jaca, duerme Claudio Chiappucci, el italiano que había plantado cara a Lemond en 1990. Él sí sabe lo que va a pasar horas después en el Tourmalet. O, al menos, a lo que está dispuesto: quiere acabar con Lemond. Cuestión de honor. "En el 90 yo era un corredor poco conocido que cogió el amarillo tras una escapada. Lemond creía que iba a ganar fácil, sin apenas esfuerzo. Pensaba que yo explotaría algún día. Y pasaban las etapas y yo aguantaba y aguantaba. Entonces la guerra pasó a ser verbal. Lemond dijo cosas que no tenía que haber dicho". Chiappucci las guardó todas. Leña para el fuego de la ira. Un año después, en el Tour, el italiano solo pedaleaba por una cosa: "Lo único que quería era que Lemond no ganase el Tour".
La oportunidad, la puerta que dice Indurain se abre una vez en cada Tour si se tiene la paciencia necesaria, se presentó en el Tourmalet. Fue un ataque de Lemond, mediada la subida, el que catapultó al ciclismo a una nueva época. La generación del 60, la del americano, Perico o Fignon, comenzó allí a perder rueda. Delgado, el primero. "Iba un grupo de 60 y yo no podía seguirles. Me hundía", rememora ahora. "Lemond atacó con todo lo que tenía y, aún así, nos quedamos todos pensando: Pues vaya ataque", relata Indurain. Era el momento de Chiappucci. "Le remató con rabia", recuerda Miguel. En la cima, Lemond, la cremallera del maillot en el ombligo, era un campeón en equilibrio. Boqueaba como pez fuera del agua. Agitaba las bielas y no avanzaba. Estaba vencido.
"Que me siga el que quiera" Ante la mirada de Jacques Goddet, su busto en la cima del Tourmalet, el ciclismo cambia de era. Allí el grupo de favoritos ralentiza la marcha. Unos agarran periódicos que se meten entre el maillot y el pecho para no quedarse helados en el descenso. Otros aprovechan para saciar su sed. Otros, para comer. Indurain, que ha subido atento pero en segundo plano, su estilo peculiar, sentado, hierático, majestuoso el porte, mira a uno y otro lado y se lanza cuesta abajo. Deja un último recado: "Que me siga el que quiera". "En alguna curva sí que pisé la hierba", reconoce ahora el riesgo. Tras un descenso en el filo, al pie del Aspin se le acerca Echavarri y le cuenta que acecha Chiappucci y que es mejor esperarle. Lo hace. Cuando llega el italiano, no se cruzan ni una palabra. No hace falta. Chiappucci piensa en los puntos de la montaña y en el triunfo de etapa; Indurain, mejor en la general, aspira al amarillo, su sueño desde que empezó a andar en bicicleta.
"Yo no conocía bien a Miguel y él tampoco a mí. Sabía que había ganado el año anterior en Luz-Ardiden y que era el gregario de Perico. Por eso me sorprendió que estuviese ahí", dice Claudio, que antes de comenzar a subir Val Louron pensaba en atacarle e irse solo a por la etapa, los puntos de la montaña y el amarillo. "Se me fue la idea enseguida. Subíamos a tope. Casi en paralelo. Comencé a pensar en la etapa. No hubo pacto ni nada de eso que se dijo entonces. Miguel también quería ganar y nos la jugamos, pero yo era más rápido que él". Los dos levantaron el brazo. Claudio por la etapa; Miguel por el amarillo, el primero.
Muchos minutos después llegó desbordado, rendido, Delgado, que desde el Tourmalet había pedaleado sumando a la agonía física, el vacío, la incertidumbre de lo que le esperaba en meta, el fracaso, la manera de describirlo y afrontarlo. Cuando cruzó la meta, un periodista le asaltó: "¿Pedro, estás contento?". El segoviano pensó que ironizaba. Eran los tiempos del ciclismo sin pinganillo. No sabía nada, salvo que él se había hundido. "Sí, Pedro, Indurain se ha puesto de amarillo". Delgado vio abrirse el cielo de los Pirineos. "De una tarde negra de críticas pasé a vivir una tarde de euforia". En mitad de la euforia, la duda. Era Miguel el que recelaba: "Aún no sabía cómo iba a responder en tres semanas. No me convencí hasta Alpe d'Huez". Ese día llegó con Bugno, que ganó la etapa. Chiappucci se había convencido de que el ganador del Tour pedaleaba a su lado en Val Louron. "Aquel día vi cómo subía y supe que estaba muy bien. Me impresionó mucho. No comprendía cómo un ciclista como él, alto y corpulento, podía subir así".
¿Y el resto? ¿Y los otros cuatro Tours? "Eso es otra historia", dice Indurain. "El primero es el diferente porque luchas por un sueño". Es como lo recuerda él para contarlo.