Anclado en su saque, Abel, amaneció con la lección aprendida. Ya en Iruñea, el leitzarra destrozó la línea de flotación del delantero con un golpe de derecha que reventó las defensas de su contrincante. No murió en aquella ocasión Juan. Tampoco en esta. Si en el Labrit era un 10-2, en el Atano fue un 7-0 demoledor. Siete tantos del leitzarra encendían su mecha, basada siempre en un servicio letal y una mordiente brutal. Irujo se defendía como podía, en la mayoría de ocasiones bien, pero el torrente de juego del zaguero disminuía todas sus posibilidades de levantar el cartón. Barriola, con su habitual pose de diapasón, marcando el ritmo, sacaba a relucir sus ritmos más suaves y acompasados en el tren inferior, mientras, su tronco, sus hombros, sus brazos y sus muñecas marcaban un golpe espídico, lleno de fuerza. No en vano, cuando restaba, el cuero alcanzaba una velocidad endiablada, dos de ellos superando los 115 kilómetros por hora. Abel bailaba, mecido en un estado zen, y Juan comenzó a impacientarse. El de Ibero, desterrado en una jaula trenzada por el leitzarra tras el muro psicológico que existe en el cuatro y medio, había caído en la trampa tejida por su adversario, cómodo en las labores de arquitecto. Era fiel a su estilo Abel, como ya adelantó en la elección de material.

Defensa y reacción Accionó entonces la palanca del sufrimiento el delantero de Ibero. La nitroglicerina, que corre por sus venas, que le vuelve tan efervescente, tan impulsivo y tan genial en los arrebatos de rabia, la canalizó el delantero para asentarse en la cancha. Morir para no perder el sitio. Si bien antes Barriola había marcado los tiempos, el de Ibero se acunó en ellos y en su capacidad de sufrimiento para enfrascarse en un duelo de fuerzas que acabó con Irujo levantando los brazos. El delantero lo hizo todo bien. Su defensa, brutal; su resto, demoledor; su cabeza, centrada.

Así, recuperado para la causa por Patxi Eugi y un descanso, reaccionó de la forma más tranquila posible. Si su espídico cuerpo pedía guerra, el de Ibero trenzó de una manera más sosegada que de costumbre su juego, eligiendo siempre la opción acertada. El saque, cambiadas las tornas, rebanó a Barriola parte de su renta. Y si no era el servicio, era el remate; sino, los fallos milimétricos de su contrincante. Había adoptado el de Ibero una revolución tan veloz como tranquila, tan mortal como sencilla, tan romántica como cerebral. Fue así como la brecha del luminoso cayó, como una atalaya, y, con su peso, con su importancia, también empezó a precipitarse al vacío Abel. 10-7. "Nunca me rindo", señaló al final del partido el de Ibero. Irujo jamás se rinde.

Una sombra gigante Aunque Irujo había destrozado su swing, su juego de piernas, Barriola hacía todo lo que podía, no regalaba, pero su adversario le había relegado de la parcela en la que el de Leitza está más cómodo y, ante eso, el zaguero era incapaz de superarle. No obstante, cuando Juan había roto los mimbres cosidos anteriormente por Abel, el de Leitza consiguió levantar un cuero imposible en los cuadros alegres para cuajar una dejada abierta al ancho que le dejó la alternativa, que marró, no sin antes probar un saque desde pared izquierda. "Tenía que arriesgar".

Lanzados, se enzarzaron en una guerra de estilos, en una pelea a talón desnudo, en la que Juan adoptó, definitivamente, una actitud relajada. Sin complejos, el de Ibero se lanzó a pelotear contra el muro de Leitza. Barriola, mientras tanto, no podía sujetar la violencia del golpeo rival y cuanto más movía a Irujo, más fácil llegaba; cuando más pegaba Barriola, más se defendía el de Ibero; y cuando más sujetaba el zaguero, más se soltaba el delantero. Y, ante ese festival camaleónico, no había nada que hacer. Solo erró en la selección Juan con dos golpes de zurda que se le cayeron a la colchoneta. El de Leitza, sin embargo, acusó una falta y dos pasas incomprensibles. Mientras, Arhane, txapela en la cabeza, sonreía, gran culpable de la revolución tranquila.