COMO a cualquier campeón pasado -él se mira en el espejo y se recuerda, sobre todo, a Escartín, todo pundonor, la lucha a muerte contra el talento- a Ezequiel Mosquera (Cacheiras, Galicia, 1975), simpático, natural y, por tanto, querido, también le espera un enjambre de aficionados en la puerta del autobús del Xacobeo. En la milla eterna de los ciclistas, del bus a la salida, que esquivan las figuras modernas demorando su puesta en escena hasta rozar el cierre del control, una relación proporcional, cuanto más grande es el aura del ciclista mayor es su retraso, Mosquera da botes de cuaderno en cuaderno, de foto en foto, de mano en mano. El gallego no sabe decir que no. Atiende a todo entre complacido por el cariño y nervioso por no llegar a firmar. Uno de esos días ocurre. Cuando alcanza el control, está cerrado. Nadie le daría más importancia. Se paga la multa, 100 francos suizos, y punto. Para Mosquera es un drama.

Durante el tramo neutralizado no para de rogarle a Pino que vaya al coche de los comisarios y que les pida perdón, que les explique lo que ha pasado, que no es mala intención, que no puede hacer nada. "Vete Álvaro, por favor, que si no yo me siento muy mal", pide casi por compasión.

Mosquera es el héroe de la Bola del Mundo que cuando le preguntan por cómo ha llevado esta última semana en la que recayó sobre sus espaldas todo el peso, y el empuje, del orgullo patrio, de lo primero que se acuerda es de que justamente estos días su mujer, Miriam, embarazada de una criatura que nacerá en marzo sin que se sepa aún si será niño o niña, ha aprobado el último examen que le quedaba para acabar la carrera de Derecho. Es luego, primero los demás, cuando habla de algo impensable, del sueño de un niño que se aficionó a la bicicleta cuando tenía 17 años, en la Vuelta Xacobea de 1993. "Fue la primera que viví con intensidad. Me acuerdo de todas las etapas, de la primera a la última. De Rominger y Zulle. De la Sierra de la Demanda. De la bajada de La Cobertoria. Por algún lado de la casa de mis padres tengo todos los vídeos, VHS, de aquella Vuelta".

Mosquera es la familia y el ciclismo. Cierra en la Vuelta la temporada, le quedan algunos critériums, y cuando habla de irse de vacaciones lo hace pensando en su casa de A Ramayosa, en las afueras de Santiago, a dos kilómetros de la de sus padres, en una temporada sin spaguetis que sustituirá por unos huevos con chorizo y patatas, "un manjar, más que cualquier mariscada", y en distraerse con alguna chapucilla como el riego automático que ha colocado en el jardín. "Cuando no corro me gusta estar en casa con el bricolaje y mis cosillas".

No hay delirios de grandeza en Mosquera. Nunca los hubo. Nunca creyó que sería ciclista profesional hasta que con 24 años fichó por un equipo portugués, la periferia del ciclismo europeo. Allí no ganaba lo suficiente como para pagarse los viajes, que corrían a cargo de sus padres, pero al gallego todo aquello le parecía un lujo. El aserradero, el negocio familiar, sí que es duro, suele recordar. "Sobre todo cuando hay que agarrar la sierra e ir al monte. Yo veo a mi padre y a mi hermano levantarse cada día temprano y cada día llegar tarde a casa y… El ciclismo es duro, pero recompensa".

tiempos de miseria Hubo un tiempo, seis años, en el que Mosquera no esperó nada del ciclismo salvo el momento en el que definitivamente le llegase la hora de colgar la bicicleta y acompañar a su hermano y a su padre en el aserradero, donde ya metía "horas extra" en aquellos inviernos duros del ciclismo portugués. "Nunca esperé que me llamaran para correr en España". Mosquera es la incredulidad. "Le falta fe", le reprocha Pino con el cariño de un padre. Tenía 30 años cuando Óscar Guerrero le llamó para correr en el Kaiku. Y 31, para 32, cuando corrió su primera Vuelta, la de 2007.

El descubrimiento tardío de su pasión por el ciclismo -no cogió una bicicleta hasta los 18 años-, su largo exilio portugués, un ciclismo menos agresivo, y el hecho de que sólo haya corrido cuatro Vueltas, la única grande que ha disputado, explicarían la sensación de plenitud que desprende Mosquera. "Su motor está intacto", traza Pino. "Ezequiel, tú estás entero. Tú corres hasta los 40", le dice José Manuel Oliveira, gallego que corrió en el Clas a principios de los 90. "A Eze hay que sacarle la mala leche y hay que convencerle de que lo que puede hacer porque no tiene confianza en sí mismo, pero talento le sobra. Tiene 35 años, pero está entero. Sólo ha corrido cuatro Vueltas. Eso se nota. Le quedan, al menos, dos años buenísimos. A este nivel o más", apunta Pino.

Los correrá en el extranjero. En el Vacansoleil holandés que aspira a estar en la salida del Giro y el Tour. "Correr el Tour sería lo más", dice Mosquera sobre su primera gran aventura ciclista lejos de Galicia. Una andanza que le hace sentir "como un niño" y que le aflora, antes incluso de partir, esa morriña tan gallega. "Me habría quedado -la Xunta anunciará hoy en Santiago de Compostela la continuidad del Xacobeo-Galicia por dos temporadas más- porque aquí soy feliz, pero... Echas cuatro años con la misma gente y a algunos les acabas queriendo como si fuesen de la familia", concede Mosquera, el héroe humilde y corajudo de la Bola, el antihéroe.