Amurrio. "Algunas veces", dice Chris Horner tras ganar la Vuelta al País Vasco, la mejor de sus victorias, la más sentida, "se alinean las estrellas, la luna, los planetas y los astros, todo cuadra, todo está bien, y vas y ganas". Ayer, por ejemplo. El estadounidense ha sucedido en el palmarés a Alberto Contador, ganador de la txapela los dos últimos años Un cuarto de hora después de que Valverde entre en la meta de Orio y su maillot amarillo pase a ser un trozo de tela prestado que no le pertenece, que es de Christopher Horner, su rival americano, Neil Stephens permanece en el Volvo del Caisse d"Epargne, en el habitáculo del conductor, sin menearse, la manos sobre las piernas, los ojos volados y el rostro tallado en una mueca de incomprensión. "No lo entiendo, no comprendo, si Alejandro iba? Ha hecho una crono perfecta, iba fortísimo, no ha fallado, y aún así, Horner le ha derrotado, incluso le llevaba 21 segundos a la entrada de Orio que Alejandro ha podido reducir en un final espectacular", balbucea el Australiano, incrédulo, sobrecogido, hierático, atravesada en la garganta como una espina la derrota que trató de esquivar el murciano con un arreón final por las calles de Orio, por las cuestas empinadas del Dike y de Txanka. Se quedó a ocho segundos de Horner. A siete en la general. "La hostia, no entiendo nada", se atormentaba Stephens mientras allí, a unos metros, en el parking de la playa de Orio tapizado de gente, trepaban al podio al encuentro con el champagne el descabalgado Valverde, el viejo Horner, 38 años y en la flor de la vida, y un chaval catorce años menor que el americano que podría ser su hijo: Beñat Intxausti, 24 años y un porvenir esplendoroso. Era normal que Stephens no encontrara explicación a lo ocurrido mientras siguiera encajonado entre el cuero mullido de los asientos y el techo de aleación de acero del Volvo que le impedía ver que la respuesta estaba en el cielo, en la posición de la luna, las estrellas, los planetas y los astros, en la alineación astrológica a la que aludía el ciclista de Oregon. Ya lo había advertido Lance Armstrong, el boss del RadioShack, la víspera, noche cerrada en Euskadi, cuando sintió un pálpito. "Buena suerte. Tengo un presentimiento", escribió en su twitter. Con los astros y Armstrong, el rey sol del ciclismo, de su parte, Horner tenía poco que temer y prisa por salir a partirse la cara con Valverde en un duelo en el que no cabía un final distinto al triunfo de uno de ellos dos, embutidos en un insignificante segundo. Prisa por cubrir la primera parte del recorrido, la más dura, por enfrentar su músculo al de Valverde, por solapar el aliento en la distancia, por embridar la salida arrolladora del murciano. Fueron seis kilómetros y 300 metros, hasta el primer punto cronometrado, miméticos. Horner y Valverde. Los tiempos calcados. Como si corriesen en paralelo, hombro con hombro. Poulidor y Anquetil en la cuesta del Puy de Dome en el Tour de 1964. Pero en Orio, en la montaña que acaba en abruptos acantilados que se despeñan en el mar. Allí, en la atalaya de la crono, la diferencia fue de un segundo a favor del americano, lo que igualaba la situación en la general. Mejor que ambos era Joaquim Rodríguez, pero por apenas dos segundos en el tramo que más le favorecía. Los cinco primeros estaban en un puño. Seis segundos de diferencia entre el catalán y Beñat Intxausti, el joven zornotzarra que no siente la carga de la presión, que la asume de una manera tan natural que asusta, que minutos antes de lanzarse por la rampa de salida calienta sobre el rodillo de cara al público pero sin mirarlo, el sudor precipitándose por la frente, la mirada perdida, la mente marchosa, a ritmo que le marcan los acordes de la música que le perfora los oídos que ocupan los cascos blancos que recorren su espinazo hasta el bolsillo del maillto. "¿Qué escuchas?", le preguntan. "Algo cañero".
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