Arrate. En Zierbena, en la terrible cuesta de Las Calizas, Samuel Sánchez se quedó sin voz. Asfixiado por la alergia al polvo y al polen de una planta de ciudad, penó el campeón olímpico, culebreó hasta alcanzar la cima e impulsado por el orgullo se lanzó por el acantilado de La Arboleda buscando El Abra, el mar, el puerto final de la agonía. Perdió 1:39. Y la Vuelta al País Vasco. Un trauma, una debacle para cualquiera que, como él, vistiese el maillot naranja de Euskaltel-Euskadi y hubiese preparado de manera tan minuciosa, tan milimetrada una carrera del ascendente y la carga emotiva de la vasca. No, en cambio, para Samuel. Aquella noche no lagrimeó el ovetense, no se mortificó con la derrota, no se recreó en el lamento. Así que cuando le preguntaron, abatida la tarde, desatada la oscuridad, por lo sucedido, si cabía explicación alguna en la debilidad de su cuerpo ante el sufrimiento, respondió solemne: "Un mal día". Cuando eso sucede, en ciclismo quedan dos alternativas: borrarse, disolverse, morir; o rearmarse, rebelarse contra la amargura y alzarse corajudo obviando la derrota. A Samuel, la primera opción le está prohibida. Le deniega ese camino su biografía, repleta de reveses, de cañonazos al corazón, que no le permite desmoronarse, le mantiene recio ante la dificultad y le incita a la supervivencia.
Sobrevivir supone no traicionarse, no volverse tarumba, ceder el gobierno al descontrol y deambular desnortado tras un palo gordo del destino. En la mañana gélida del miércoles en Viana, Samuel, risueño, antes de expresarse con el músculo, hablaba con la cabeza. "¿Mal? Que todas las desgracias que me ocurran en la vida sean igual que ésta", concedía mientras aseguraba que su físico estaba restablecido, que la lluvia había barrido del aire el polen que le ahogó en Las Calizas y mostraba su brújula, que funcionaba aún, que señalaba al norte, al santuario de Arrate, a la etapa reina en la que, decía, "no cabe un ataque de lejos buscando recuperar tiempo porque eso es un sinsentido, un suicidio".
Y para los suicidios no están los generales. Claro, para eso están los soldados, la primera línea, los chicos que ilustran que el ciclismo es un deporte individual que se corre en equipo. Amets Txurruka, por ejemplo, un entusiasta, un ciclista que soñó con serlo cuando veía pasar la Euskal Bizikleta asomado al balcón de su casa de Etxebarria, al pie de Ixua, la montaña donde se cobija el santuario de Arrate, y que escalaron dos veces ayer. La primera la coronó el vizcaíno con Aitor Pérez Arrieta, Ivan Santaromita, Johannes Frohlinger, y Jacob Fuglsang, sus compañeros de fuga. A minuto y medio resoplaban Gesink, adelantado, y el resto de favoritos en un sugerente preludio de la batalla definitiva, el asalto al santuario que prendió el Caisse d"Epargne, con un imperial David López que redujo a todos los valientes, el último el corajudo Txurruka, antes de que emergiera Andy Schleck, el rival más talentoso de cuantos esperan a Contador en el Tour, que trata de salir del socavón de un invierno sumido en la desdicha -una tendinitis en la rodilla y una gastroenteritis en la Volta le han lastrado-. Se probó el luxemburgués, sabedor de lo quimérico de su triunfo en Arrate, pensando en las clásicas. Arrancó una vez, y el grupo serpenteó cuesta arriba y se estiró para atraparle; aceleró de nuevo y despertó a Gesink.
El zarandeo del líder del Rabobank fue descomunal. El grupo se quedó en los huesos. Temblando. Se sostenían el sorprendente Peraud, Horner, Valverde... Poco más. Ni siquiera Samuel, que corre con las piernas pero gana por la cabeza. El ovetense, un pozo de sabiduría, se acercó antes de la subida a Intxausti y le aleccionó. "Se empezará a subir rápido y si te cebas Arrate se hace largo. Mejor regula". El zornotzarra, un chico espabilado, atendió, no se calentó cuando arrancaron los sobresalientes de la carrera y se quedó en un segundo plano. A lo suyo. Ni siquiera se asió a la rueda de Samuel cuando éste, abrazado siempre a la calma, reaccionó, elevó el ritmo de su pedalada y llegó a la cabeza en el preciso instante en el que Horner se destapaba con un ataque inesperado, increíble en un ciclista que en 2009, con 38 años, alcanzó su mejor estado de forma de siempre, pese a que no lució porque la desdicha se subió a su bicicleta y le hizo estrellarse contra el quitamiedos en la Vuelta al País Vasco, y contra el asfalto durante el Giro, donde se dañó seriamente la mano y liquidó su temporada.
El de Oregon, que de allí es el amigo de Armstrong, trepó con virtuosismo inusitado mientras a su espalda reventó Andy Schleck y Samuel volvió a acelerar, dejó tirados a Gesink y Valverde y se lanzó a por Horner. A 3 kilómetros, cerca ya de coronar Ixua, lo tenía a tiro. A dos le atrapó y comenzaron ambos a especular, a gestionar el triunfo de etapa, lo único que le valía, Samuel, y a tratar de unir la gloria parcial y el amarillo el americano. Así que se pararon, o casi, lo suficiente, de todos modos, para que llegaran Valverde y Gesink, para que el último kilómetro fuese un embrollo táctico en el que el murciano congeló el paso de su rival americano, lo que aprovechó el de Euskaltel para catapultarse hacia la meta de Arrate, donde gritó exultante, recuperada la voz olvidada en Las Calizas. "Aquello", reflexionó, "quizás sirvió para ganar hoy".
Luego llegó Intxausti tras una escalada cerebral. "Nos lo merecíamos", dijo alborozado con el triunfo de Samuel. Un cuarto de hora después, bajo la carpa de la organización, se acordaba de sí mismo: "¿Cuánto he perdido? ¿Cómo voy ahora?". "31 segundos con Valverde, el líder, eres quinto", le dijeron. Sonrió entonces, dijo que eso estaba muy bien y se quedó sentado, en una nube, a un paso del podio que ocupan Valverde, Horner y Gesink, embutidos los tres en un segundo.