Viana. Alcanzan la curva al pie de la muralla de Viana, a un golpe de vista de la meta, a 250 metros, Wiggins, Hesjedal y Urán. Son bestias. Corren como tales. Giran el manillar como si fuesen las bridas de un caballo desbocado, apuran hasta las vallas, las rozan con su carrocería de hueso, y se levantan sobre los pedales obligados por la pendiente, que fuerza un giro de maneta, que hace gemir a la cadena al saltar a otra boca más dentuda del piñón sin soltar lo que ahora es el plato y antes, cuando el ciclismo era en blanco y negro, siempre fue la catalina. Los músculos reclaman más oxígeno, un poco más de alimento para sostener la tensión, para frenar la acidosis que paraliza, que hace insoportable el dolor y obliga a buscar acomodo en el sillín, bajar la tensión, ceder, perder. Sucumben las tres almas valerosas por un poco de todo ello, pero, principalmente, porque giran la cabeza hacia la izquierda y ven surgir a Valverde y a Freire, que vuelan cuesta arriba, que caracolean, que cimbrean de izquierda a derecha. Juegan. Y se la juegan. Es un duelo de magnos. Alejandro y Óscar. El cántabro apura tanto que toca el cuerpo vencido de Hesjedal, el gigantón canadiense del Garmin. Pero no se detiene. Ni un muro le frenaría. Sigue a Valverde, que pedalea como un poseso impulsado por la fuerza, el talento y la rabia, grandes dosis de rabia que le genera lo impotente de su estatus ciclista, el no saber si hoy, cuando se levante, lo seguirá siendo. "Yo hablo en la carretera", recuerda cuando despliega su clase, que es casi siempre que se pone un dorsal. El lunes, camino de Zierbena, en Las Calizas y en cada metro de asfalto que levantaba un palmo hasta llegar a la meta; ayer, en Viana, al abrigo de la muralla que anuda las casas de un pueblo abrazado a una colina.

Ganó Valverde. Derrotó a Freire. "Pero esta vez", dice orgulloso el murciano, no liberado, porque no depende su libertad de las victorias, pero sí dichoso, "de verdad". No como el lunes en Zierbena. Ganar de esa manera, con la polémica descalificación de Freire, con el sinsabor de la sonrisa gobernada en un despacho, entre papeles, disputas y cintas de vídeo, no deja el mismo poso, no desata el verdadero sentimiento. Es como un sobresaliente con chuleta. No es lo mismo. "No, no lo es. Hoy es cuando he podido levantar los brazos con ganas y con rabia. Hoy estoy realmente contento", se descuelga el murciano.

¿Y Freire? No, no está contento, pero no brama, no protesta de malos modos, no recurre al verbo grotesco y a los aspavientos de los descontrolados. No, no es de esos tipos. Tiene más clase el cántabro. Tanta como cuando corre en bicicleta. Inmensa, por tanto. Antes de la pasada Milán-San Remo, por recordar, se hablaba de favoritos, de ciclistas capaces de gobernar la Classicissima y él apenas contaba para los medios italianos, que arengaban a Pozzato, que destacaban el perfil controvertido de Boonen, el enfant terrible que, encarrilada su vida, volvía a mostrarse monstruoso; de Scarponi, de Cavendish, de Cancellara, de alguno más. Pero nada de Freire. Y él, que está acostumbrado a los desprecios, advertía en voz baja, sin estridencias, irónico, que él era el único de todos los participantes que "había ganado dos veces la carrera. Luego…".

La misma fina ironía con la que ayer, confirmada su derrota ante Valverde en el muro de Viana, se divertía ante los micrófonos. "Alejandro ha ganado correctamente", concedía para despejar las dudas sobre una posible maniobra irregular del murciano, que se echó un poco a la derecha, por pura inercia de la curva; "tan correctamente como yo ayer -por el lunes-. Lo que sucede es que como los jueces estuvieron tan estrictos, quizás hoy… A ver qué piensan", decía entretenido, con ese aire de despreocupación que gobierna su carácter y que a veces se confunde con la indolencia, con la actitud del superdotado, el poseedor de un don -lo tiene Freire, el de pedalear- que desdeña el sacrificio y la vida espartana del ciclista. Eso parece, pero no es real. Freire es un ciclista antiguo que conoce cada recoveco de su organismo. Con eso y el don le basta para ser historia. Una historia grandiosa.

A unos metros del cántabro, Valverde, secado el sudor, sujetado el pulso, controlado el aliento, suelta una risilla, "je, je", cuando alguien le propone que el sprint de Viana es gemelo del de Zierbena. "Parecido ha sido. Parecido pero al revés. Primero yo y luego Óscar.

Y no, no es igual en lo de la trayectoria. Yo la he mantenido en todo momento y dejaba sitio para pasar tanto por la izquierda como por la derecha", explicaba rápido, queriendo zanjar una polémica -"Ya está, se acabó, son cosas de carrera. No hay que darle más vueltas"- que dejó poso, que dio vidilla a las tertulias de ayer en las tabernas mientras la Vuelta al País Vasco corría desde Zierbena hasta Viana atizada por el viento; que enfrentó a los que pensaban que la descalificación de Freire era rigurosa, con los que vieron en la maniobra del cántabro una argucia, la pillería de un ciclista de largo recorrido y mente preclara; que descolocó a los que no entendieron por qué era relegado al segundo puesto en la etapa y no al último del grupo -tiene que ver, dicen los jueces, con que sólo estorbó el avance de Valverde-, y que sacó de sus casillas al manso campeón del mundo, al que no alteró la descalificación en sí, sino el hecho de que la decisión llegase sin aviso.

Pensaba el cántabro que no eran formas, pero era sin rencor hacia Valverde, con el que zanjó el asunto por la mañana y estrechó la mano, pelillos a la mar, tras caer derrotado en Viana. Se volverán a enfrentar hoy en Amurrio, la última meta de la carrera en la que se fija Freire con ambición. "Arrate y Orio no entran en mis planes", dijo.