La educación artística ha acompañado a las sociedades humanas desde sus orígenes. Antes de que existieran las escuelas, ya había manos modelando el barro, pigmentos sobre piedra, relatos transmitidos con imágenes. El arte era conocimiento compartido, una manera de habitar el mundo. Esgrafiar la mano en una cueva era una forma de dejar un sello, de ejercer cierto dominio sobre ese espacio. Durante siglos, aprender a ver, a escuchar, a representar formó parte de la formación esencial de cualquier persona. No era un adorno, era una necesidad.

Con el tiempo, sin embargo, la enseñanza artística se fue desplazando hacia los márgenes. El saber útil se identificó con lo cuantificable, con aquello que produce réditos visibles. La Revolución Industrial acentuó esta tendencia: los sistemas educativos comenzaron a moldear ciudadanos funcionales, eficientes, obedientes. El arte quedó relegado al tiempo libre, a la actividad extraescolar, a la frivolidad.

A lo largo del siglo XX, voces como las de John Dewey o Herbert Read reivindicaron el valor pedagógico del arte. Entendieron que la creación no es solo expresión, sino también una forma de pensamiento, una manera de organizar el mundo. Sin embargo, la presión de los modelos económicos y productivos ha hecho que, en la práctica, la educación artística siga ocupando un lugar subalterno. En las aulas, el arte es tratado con frecuencia como un lujo prescindible, ajeno a las competencias consideradas “útiles”.

Y, sin embargo, pocas cosas son tan necesarias como el pensamiento divergente que fomenta el arte. La capacidad de plantear preguntas sin respuesta, de imaginar alternativas, son habilidades esenciales para enfrentar un mundo complejo y cambiante. Frente a los sistemas que premian la convergencia –una única solución correcta, una única manera de ver las cosas–, el arte enseña a mirar de otra manera: con distancia crítica, con apertura creativa. Como recordaba Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil, hay saberes que no buscan la rentabilidad inmediata ni obedecen a criterios de eficacia, pero que resultan imprescindibles para sostener lo que llamamos civilización.

No se trata de formar artistas, sino de formar miradas. De impulsar cabezas divergentes, imaginativas, capaces de pensar sin moldes prefabricados. Hoy, en un tiempo donde las certezas son frágiles y las transformaciones vertiginosas, formar jóvenes capaces de pensar críticamente y crear libremente no es un lujo: es una urgencia.

Por eso tienen sentido iniciativas como los campamentos de verano de arte de Zas Kultur. Estos talleres ofrecen a niños y niñas un espacio donde dibujar, modelar, narrar y reinventar su manera de estar en el mundo, lejos de los imperativos de la productividad y cerca de la experiencia directa. Porque antes que competencias o habilidades, el arte enseña algo más difícil de medir: la posibilidad –tan frágil, tan necesaria– de imaginar otras realidades y de adaptarse a un mundo que muta a cada segundo.