Josu Urrutikoetxea, histórico dirigente de ETA, afirma sólo hacerse responsable de su pasado de manera individual, sin que sus “acciones” representen a un todo. Tampoco admite que un todo se simplifique en su parte. Una tensa entrevista a Urrutikoetxea, residente en Iparralde en libertad condicional y a la espera de ser extraditado al Estado español para ser juzgado por crímenes como el de la casa cuartel de Zaragoza de 1987, es el hilo conductor del documental No me llame Ternera, dirigido por Jordi Évole y Màrius Sánchez y producido por Netflix, que mañana sábado inaugurará la sección Made in Spain del Zinemaldia –el 15 de diciembre llegará a la plataforma–, un hecho que ha levantado ampollas en determinados círculos, desde la derecha reaccionaria hasta la izquierda abertzale, por muy distintos motivos, eso sí.
La programación de la película, que se ha proyectado este viernes ante la prensa especializada, ha hecho correr ríos de tinta, bajo acusaciones de un potencial “blanqueamiento” de ETA y que ha llevado a 500 personas, entre las que se encuentran Mari Mar Blanco, Fernando Aramburu y Fernando Savater, a pedir la retirada del largometraje. El propio entrevistado ha criticado el montaje final del documental, en una entrevista concedida a Berria, y ha opinado que el resultado no era el que “esperaba”.
Desde un punto de vista cinematográfico, el documental no aporta demasiado, dado que no deja de ser un traslado del formato televisivo que acostumbra Évole a la gran pantalla, en la que repasa con Urrutikoetxea el medio siglo de actividad de ETA. En cuanto al contenido, tampoco resultará excesivamente novedoso a aquellos que estén acostumbrados a la dialéctica del “conflicto”, atravesada por la banalidad del mal, que enunció Hannah Arendt tras el juicio al funcionario nazi del Tercer Reich Adolf Eichmann, y con la subsiguiente elusión de la responsabilidad levantada sobre la otredad que suponen las acciones del Estado español. Si bien es cierto que escuchar estas cuestiones en primera persona puede hacer que uno se revuelva en la butaca. ETA, en palabras de Urrutikoetxea, no asesinaba, “mataba”; no cometía atentados, sino “acciones” y tampoco “amenazaba”, llevaba a cabo “análisis políticos”.
En cuanto a la pertinencia o no de la obra, qué duda cabe que se enmarca dentro de trabajos como The act of killing o S21: La máquina roja de matar, obras que recogen el horror desde el punto de vista de los victimarios como denuncia, no como herramienta legitimadora.
Francisco Ruiz, la víctima
“Sería monstruoso después de 50 años de lucha decir que mi vida no ha tenido sentido”, dice en la recta final del documental Urrutikoetxea, ataviado con camisa blanca y americana negra, ante un Évole que le pregunta si, después de tanta violencia, muerte y tras la desaparición de ETA, algo tuvo sentido.
En varios momentos de la entrevista, el que fuera dirigente del grupo terrorista, dice que “siente” algunas de los actos que llevó a cabo. Por ejemplo, el documental revela que Urrutikoetxea participó en el comando que mató al alcalde de Galdakao Víctor Legorburu en 1977 y que hirió de gravedad al guardia municipal Francisco Ruiz –se trata de un crimen que no se relacionaba con Urrutikoetxea y por el cual no puede ser juzgado debido a la Ley de Aministía–, que posteriormente tuvo que abandonar el municipio debido al apartheid social que le supuso haber sobrevivido al atentado. “Había miedo de que se viese hablando a un abertzale con una víctima”, cuenta Ruiz frente a la cámara. Precisamente, No me llame Ternera comienza y concluye con la víctima, que no cree sinceras las palabras del victimario. Aún así, agradece haber tenido la oportunidad de recibir nueva información sobre su atentado y desea, con poca o nula esperanza, que se resuelvan los 330 asesinatos de ETA que aún hoy quedan sin esclarecer. Urrutikoetxea, por su parte, es consciente de que el daño causado es “irreparable” y que, tras haber transitado una “espiral de violencia” que “insensibilizó” a “ambas partes”, la “empatía es hoy inútil”.
La culpabilidad del otro
El que también fuera parlamentario vasco por Euskal Herritarrok describe a una grupo terrorista deslavazado, compuesto por células que parecían actuar de forma independiente, a las órdenes de una cúpula que no era vertical, sino colectiva. En este sentido, rechaza ante Évole tener ninguna responsabilidad en el atentado con coche bomba de la casa cuartel de Zaragoza, en el que fallecieron once personas, seis de ellas niños. Lamenta su fallecimiento, aunque apostilla que aquella época ETA ya había advertido que tenía las casas cuartel entre sus objetivos, por lo que, debían haber sido desalojadas. No opina lo mismo de los guardias civiles muertos, dado que “ya sabían a lo que venían: todo por la patria”.
Pareciera que para el que fuera dirigente de ETA, en la citada clave del “conflicto”, siempre el otro hubiese tenido la cuenta. Con respecto al atentado de Hipercor afirma que fue un “error”. Pero no el atentado, el “error” fue confiar en que un Estado que debía velar por el bienestar de la ciudadanía no hubiese desalojado el parking, pese a las dos anuncios de ETA.
¿Y los que se conocen como los años de plomo? Évole le pregunta por ellos, por el aumento de la actividad violenta tras el fallecimiento de Franco y la Ley de Aministía. Fueron una forma de “desestabilizar” al Estado y de forzarle a tomar otra postura que no fuese la represión. “Matar no está bien, nunca hubiese ocurrido si no se hubiesen atendido las reivindicaciones con más represión”, comenta Urrutikoetxea.
Pero con el llamado impuesto revolucionario también hubo violencia. Fundamental para financiar su “lucha”, las “consecuencias” recaían sobre los que se negaban a la extorsión, porque además, lo hacían público.
Incluso en el caso del asesinato de Dolores González Catarain Yoyes, de la cual no llega a decir que fueron amigos, sino conocidos, pese a que el propio Urrutikoetxea pasó tiempo con ella en México. El hecho de que Yoyes hubiese entrado en contacto con el Ministerio del Interior para favorecer su reinserción fue tomada por ETA, cuenta, “como un cáncer que había que cortar”. “Yo acato y punto”, sentencia a este respecto.
Algo más crítico afirma haberse mostrado con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, del cual nunca ha entenido el “objetivo”. Pese a todo, no se apartó de la organización, cosa que sí hizo en 2006 para refugiarse en los Pirineos, cuando tras meses de negociaciones con el socialista Jesús Eguiguren para intentar lograr la paz, fueron torpedeadas por ETA con el atentado en la T4 de Barajas. Ante la decisión posterior de disolución del grupo terrorista, tomada en la pasada década, Urrutikoetxea opina que fue “demasiado tarde” y que, de arrepentirse de algo, lo hace de no haber luchado más por el que la actividad terrorista terminase antes.
¿Dios o patria?
“¿Qué diferencia hay entre matar por dios o por la patria?”, pregunta Évole en uno de los momentos más tensos de la entrevista, en el que interroga al que fuera miembro de ETA por su parecer por el terrorismo yihadista. Urrutikoetxea niega la mayor, una cosa y la otra no tienen nada que ver, dado que el yihadismo atenta, a su juicio, contra el ciudadano común, como representantes de sus dirigentes, para lograr el mayor daño posible. En el caso de su “lucha”, los objetivos siempre fueron “políticos”. “Nadie me habrá oído decir que matar está bien”, “nunca me he alegrado ni he celebrado ningún atentado de ETA”, “matar no es un placer para nadie”, acaba asegurando, para añadir que lleva una pesada “mochila a sus espaldas”. Pese a todo, no puede asumir que su vida haya carecido de sentido.